El corazón de una fosa

Las entrañas de la tierra custodiaron los cuerpos. La tierra conservó el corazón y los cerebros de decenas de fusilados una noche de 1936. Burgos, pero podía ser cualquier provincia de aquella España rota por la brutalidad. Ocho décadas después todo se envuelve en una metáfora. Les arrancaron la vida por sus ideas, y los cerebros de muchos fusilados se conservan, dos de ellos en un estado asombroso. Las balas traspasaron aquellas cabezas para matar al hombre y la ideas. Pero sin duda, lo más sorprendente, pero explicable por la composición arcillosa, húmeda y ácida del ph de esa tierra, es la recuperación de un corazón. Latió para un hombre y se detuvo ante la ferocidad de la guerra. Eran hombres con ideas, sin otro pecado. Con creencias, con sueños y realidades diversas a veces, similares otras, a la de los verdugos. Aquellas dos Españas devoradas por la ira, por la radicalidad de los violentos que mataron la democracia. La primera democracia que hubo, pero que todos llevaron al precipicio.
En la cobardía de la noche, bajo un cielo expectante, silencio. Silencio tras la aberración. Silencio tras los disparos. Barbarie, atrocidad. Al alba, cuando los primeros luceros roban el alma a la noche perdida, fusilamientos. Al alba, cuando ya las estrellas se esconden tras el misterio de la noche, robaron vidas. Al alba, cuando el silencio derrite las lunas oscuras y el velo del misterio, el escarnio se consumó. Al alba, cuando los cobardes inclinan la cabeza y esconden su fechoría, les dieron muerte. Sin juicio, sin culpa, sin pecado. Ser de izquierdas, republicanos, sindicalistas, haber votado a la República. Los mataron. Guerra y barbarie. Ser de derechas, o religioso, o terrateniente llevaba un castigo, la muerte. Una guerra de fusilados. Una guerra de fosas comunes, escondidas en el corazón de los montes, los márgenes de los ríos, las cuevas. Silencio de décadas abrazado al miedo, a la vergüenza, al falso olvido. Muertos tras la noche y en la noche, en Poyales (Ávila), en monte Acevo (Lugo), en La Pedraja (Burgos). En cualquier lugar de nuestra impertérrita geografía, como tantos y tantos, la vida se acaba, sólo un testigo, la noche, testigo mudo y trágico del asesinato. Cuerpos desnudos, humillados, mazados y acribillados. Amontonados en una carreta, camino de la tierra, desnuda y robada el alma también. Hambre de sangre extenuada, hambre vil y visceral. Izquierda y derecha, fanatismo, semillas de odio inoculadas durante años, décadas, clasismo, pobreza, desigualdades, miseria, falta de educación. Niños arrancados de cada casa, uno de cada, hechos hombres ante la muerte, el vértigo y el vómito. Piernas que flaquean, miradas esquivas a los cadáveres desfigurados. Risas y sarcasmo de verdugos miserables. Cavan fosas, cavan entre el miedo atroz y el olor a muerte y horror. Con palos, con las manos. Lágrimas que se contienen, vellos erizados, ante el desgarro de la tragedia y la sangre todavía humeante. Castigo y ejemplarización para que no olviden, para que sean parte de aquellos asesinatos. Sentimiento de culpa colectiva durante años. Silencio y miedo en todo este tiempo. El pueblo o los pueblos que olvidan y callan mueren lentamente, el olvido no puede existir, es volver a matarles, sí el perdón, pero un perdón con justicia, con dignidad. Ni siquiera somos capaces de ello, los nietos y bisnietos de la guerra. Morir en vano, morir matando, vivir con el recuerdo. Julio y Agosto de 1936, Octubre de 1937, la fecha exacta no importa, tiempo de desmemoria e ira, como cualquier otra fecha de aquella terrible tragedia que dividió y heló a un país en dos mitades que se odiaban hasta el límite. Paseos arbitrarios y rutinarios, camiones que vuelven vacíos, disparos en la noche, tras las montañas, silencio, vuelta a empezar. Impunidad total.

El corazón de una fosa

Te puede interesar