Ambiguo no, contradictorio sí

La supuesta ambigüedad del independentismo catalán está siendo objeto de severas críticas por parte de quienes quieren que Puigdemont renuncie a la presidencia de la Generalitat. Su tesis no es, por cierto, nada ambigua: si la situación judicial de Puigdemont le impide ser investido, quienes lo avalan deberían presentar a otro candidato. Pero su tesis puede estar mal aplicada en este caso. Puigdemont, más que ambiguo, es contradictorio, que no es lo mismo. Si Puigdemont dice el mismo día “Esto se acabó, los nuestros nos han sacrificado” y “Mis intenciones permanecen intactas. No hay otro candidato posible ni otra combinación aritmética posible” no está siendo ambiguo, está siendo contradictorio, ya que de las dos proposiciones, una afirma lo que la otra niega, y no pueden ser a un mismo tiempo verdaderas ni a un mismo tiempo falsas.
Otra cosa distinta es que el nacionalismo, del mismo modo que el socialismo o el conservadurismo, sea ambiguo, especialmente en campaña electoral, a fin de captar todo tipo de votos. En campaña, los nacionalistas suelen limar sus aristas soberanistas en ambientes no independentistas, del mismo modo que los socialistas edulcoran su lenguaje de izquierdas cuando están ante personas moderadas o que los conservadores coquetean con mensajes inocuos del progresismo para hacerse más atractivos ante todo tipo de votantes. Rara vez los políticos dicen la verdad en público cuando buscan votos; suele ser más frecuente que lo hagan cuando gobiernan, si es que no tienen otro remedio, y cuando hablan en privado, en confianza. Digamos que todos somos ambiguos a veces, a menudo para no molestar, de ahí que todo tipo de personas puedan comprender ciertas ambigüedades de los políticos. Probablemente la frase, tópica, que reza “Todos los políticos son iguales”, cuando es evidente que no lo son, hunda ahí sus raíces.
No solo a nadie le extraña que un político sea ambiguo, sino que a menudo hay gente que valora que lo sea y enfatiza: “¡qué político es mengano, se las sabe todas!”. Ser ambiguo en España no está mal visto y menos aún en determinadas comunidades autónomas, entre ellas Cataluña y Galicia, donde la gente suele eludir la confrontación. A mayores, la jerga nacionalista es similar en ambas comunidades, que en eso se diferencian de Euskadi, donde se habla mucho más claro. Todo tiene una explicación: la mayoría de los gallegos o de los catalanes no son independentistas pero tienen apego a su cultura, a su manera de ser y, en general, a su lengua. Por tanto, para un nacionalista gallego o catalán que quiera ser amigable con un paisano suyo no nacionalista lo normal es que empiece por hablar de sentimientos comunes.
Dicho del lenguaje, ser ambiguo significa que puede entenderse de varios modos o admitir distintas interpretaciones y dar, por consiguiente, motivo a dudas, incertidumbre o confusión. Y dicho de una persona, que, con sus palabras o comportamiento, vela o no define claramente sus actitudes u opiniones. Una persona ambigua es incierta, dudosa. Una persona contradictoria es otra cosa. Por tanto, no hay que descartar que en la política catalana haya un trasfondo de dobles lenguajes calculados, pero no solo en las filas nacionalistas, sino también en las que no lo son. Para eso también sirve la política –léase hablar claro en privado–, que es lo que falta en Cataluña, donde la política, por decisión de Rajoy, la hacen ahora los fiscales y los jueces, que en buena lógica no pueden andar con este tipo de historias, sino limitarse a interpretar las leyes. Y por eso pasa lo que pasa.

Ambiguo no, contradictorio sí

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