Esclavos del éxito

Hace un tiempo asistí a un curso de emprendimiento en el que varios profesores narraban experiencias propias y ajenas a la hora de montar un negocio. Desde la planificación inicial, pasando por el desarrollo del proyecto, sus posibilidades de éxito y de fracaso, el análisis de la competencia y la búsqueda de la financiación precisa para ponerlo en marcha, el curso pretendía acercar al alumnado a la dificultad que tiene el desarrollo de una marca o la consolidación de una empresa en un mundo cada vez más competitivo y globalizado.
Evidentemente, todos hablaban de las ideas geniales que permiten al empresario ganar dinero mientras duerme. Ese fue el ejemplo más repetido en las clases y que estaba ligado de forma directa a internet, un mundo que, según explicaron, tiene todo por explorar para emprendedores con talento y, sobre todo, con ganas de trabajar.
Uno de los aspectos que más me llamó la atención fue el valor que todos los ponentes sin excepción le daban al fracaso. Para ellos, que una iniciativa se fuese al traste era sinónimo de buscar otra alternativa más potente en otro sector o encontrar el eje diferenciador para dar en la clave que todo el mundo persigue y pocos consiguen.
Remarcaban en este sentido que, en general, en España se tendía a estigmatizar a quien tenía un fiasco relevante y que eso dificultaba sus proyectos futuros porque generaba recelos y tendría que explicar a los inversores los motivos del fracaso y no siempre conseguían convencerles.
En contraposición, ponían como ejemplo a los emprendedores de Estados Unidos, quienes, en caso de haberlo sufrido, incluían en sus currículums los fracasos que habían tenido. Y lo hacían así porque entienden que las cosas no tienen por qué salir siempre bien por mucho empeño que se ponga y por muy buena que sea la iniciativa. Además, incluso desconfiaban de quienes presumían que su vida empresarial era un camino de vino y rosas.
Bien, esto que ocurre en el mundo de la empresa podría aplicarse también a la política, ante el afán de los representantes públicos de “vender” el éxito de todas y cada una de sus gestiones, a pesar de que algunas de ellas no hayan salido como esperaban. El asunto es darle la vuelta para quedar bien ante la opinión pública y no tener sobre su espalda un fracaso en la gestión.
Es entendible que pretendan quedar como los buenos de la película en todo momento, pero es sabido que hay proyectos, iniciativas o propuestas que no obtienen el resultado apetecido por mil razones y que deben aguardar otro momento. Por tanto, a veces es mejor explicar las razones por las que no se ha podido conseguir el objetivo de forma inmediata en lugar de ganar tiempo al calendario a la espera de una nueva cita electoral y pueda acreditar gestión para justificar una promesa.
Queda menos de un año y medio para la convocatoria con las urnas y, por si ustedes no se han dado cuenta, cada vez se anuncian más obras y se gestionan proyectos con los que llenar el ojo de quien deposita la papeleta.
Pues bien, al igual que ocurre con los emprendedores, muchas de estas cuestiones caerán en saco roto, aunque no por ello el político que no las consigue es menos capaz, porque valía seguro que tiene. El problema, surge cuando se quiere llevar la estrategia del triunfador en todo lo que se propone hasta el límite porque, con el tiempo, suelen mudar su condición de gestores de los dineros e ilusiones públicas y convertirse en esclavos del éxito y ese es un camino pedregoso.

Esclavos del éxito

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