Funambulistas

El circo siempre me ha llamado la atención con esas carpas grandiosas, las autocaravanas gigantes, las jaulas de los animales, que en mi niñez eran algo normal y hasta demandado, y, sobre todo, los artistas. Hasta que fui por primera vez con mi abuela a una función, mi experiencia anterior era televisiva en blanco y negro -el color llegó tarde a mi casa materna-, con Gabi, Fofó, Miliki, Fofito y después también Milikito. Admito que me desgañitaba a la pregunta de “¿Cómo están ustedes? Cada vez respondía más fuerte pensando que el simulado mal de oído de los Payasos de la Tele se debía a que los niños como yo no gritaban lo suficiente desde sus casas.
Antes, o después de la “Aventura”, emitían alguna actuación circense. Las cosas que hacían me parecían imposibles, por lo que cuando tuve la oportunidad de verlo en directo estaba ilusionado y emocionado a la vez.
La posición no era la mejor. Otros niños estaban en primera fila, en lugares reservados, pero no me importaba, lo relevante era el espectáculo. Pronto se apagaron las luces y unos focos enormes alumbraron una minúscula figura que hablaba con acento y que nos arengaba a pasarlo muy bien. Ese hombre, que presumía de ser más bajo que ninguno, nunca me hizo gracia y sus canciones, acostumbrado a la famosa gallina, al dale Ramón, al viaje en coche nuevo o al ratón de Susanita, me parecían de lo más aburrido que podía escuchar un niño.
Lo único que me gustó ese día de Torrebruno fue que presentaba a los artistas. Con los payasos me desternillaba, con los contorsionistas, alucinaba; con las fieras, temblaba; y con los funambulistas se mezclaban todos y cada uno de los sentimientos. Siempre me han llamado la atención y todavía hoy admiro el valor, la destreza, el desafío a la gravedad, la profesionalidad y el orgullo de sacrificarse para que un niño como yo entonces se enrojeciera las manos aplaudiendo y no fuese capaz de articular palabra hasta que la pirueta que anunciaba el redoble de tambores sacara una expresión de asombro e incredulidad.
Eran personas que se lo jugaban todo a una carta. Su eficacia y confianza en ellos mismos era tal que incluso retiraban la red salvadora con algunos ejercicios, mientras el señor de escasa estatura y menor gracia trataba de darle todavía más incertidumbre al asunto con unas palabras que parecían convencer a los otros pequeños, pero que a mí me sobraban.
La forma de ganarse la vida de los funambulistas, caminando siempre por el alambre, puede aplicarse a otros ámbitos de la vida y, por supuesto, al político. Aquí nos encontramos con un superviviente que ha sido capaz de resucitar de la tumba electoral y que ahora se juega el más difícil todavía, con redoble de tambores y petición de silencio al público, para arriesgar al todo o nada.
La lógica indica que Tomás Fole se irá, más pronto que tarde, a Madrid para tomar posesión de su acta de diputado tras el nombramiento de Irene Garrido como secretaria de Estado de Economía y la probable marcha de Silvestre Balseiros al Parlamento de Galicia.
Estos movimientos dejarían la puerta de las Cortes franqueada para Fole, aunque, según apuntan algunos mentideros políticos, debería dejar las alforjas de la presidencia local del PP en el próximo congreso local.
Sin embargo, como buen equilibrista, el actual líder popular de Vilagarcía está dispuesto a llamar a sus incondicionales para que le sujeten la red y tener una segunda oportunidad en el caso de que la peripecia final de la experiencia en Madrid no salga a la perfección o, simplemente, se convierta en una especie de retiro dorado de una estrella que algunos de su propio circo quieren ver apagada y que se resiste a dejar de ser el objetivo de los focos.

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