Normalizar la pobreza

Resulta muy difícil encontrar a personas que, habiéndose considerado clase media, acepte reconocerse como nuevo pobre. Hace mucho tiempo y esta columna semanal lo acredita, que vengo denunciando la progresiva desaparición de las clases medias tal y como las entendíamos, familias acomodadas en las que trabajaban los dos miembros de la pareja que podían hacer frente a una hipoteca y que disfrutaban de su mes de vacaciones con la seguridad de reintegrarse después a su puesto de trabajo. Incluso muchas familias se atrevían a emprender y montaban un pequeño negocio o invertían en una segunda vivienda pensando en obtener una renta extra que les aseguraba un nivel de vida aceptable, con lujos limitados, pero con una vida acomodada. Este segmento de la población era, además, una garantía de estabilidad y paz social y sus preocupaciones pasaban por dar formación a sus hijos y llenar su nevera sin mayores dificultades. La paulatina desaparición de esta clase social supone mucho más que la decadencia individual o particular de cada familia, supone, además, el resurgimiento de agitación social y pérdida de confianza en una sociedad que parece castigarlos rebajando su estatus hasta rozar la pobreza cuando no de entrar en ella de pleno. Así, la sociedad deja de tener tres niveles sociales para situarnos en un nuevo y tenebroso modelo en el que hay unos pocos ricos en la punta de la pirámide social y una base muy nutrida de gente que precisa ayuda para sobrevivir. Es un caldo de cultivo perfecto para la aparición (y el éxito) de los llamados populismos que tienen en una población empobrecida y cabreada una legión de potenciales seguidores que, teniendo todo perdido, se agarran a cualquier promesa de bienestar, aunque carezca de la más mínima credibilidad. En estos tiempos en los que los gobiernos se afanan en promover ayudas de todo tipo, la ciudadanía empieza a normalizar la pobreza, se aceptan las ayudas y se olvidan de razonar el por qué hacen falta tantos gestos de “solidaridad” con cargo al erario público. Los gobiernos que tienen a sus pueblos subvencionados y generan dependencia de los ciudadanos a esas ayudas, son pueblos fácilmente manipulables, sin eufemismos, estamos hablando de compra de voluntades que puedan traducirse en votos en próximas elecciones.


Cuando a los jóvenes se le dan cheques para comprar videojuegos, a algunas personas un salario mínimo vital, a las familias cheques para comida, a los trabajadores descuentos en los carburantes, a los “okupas” derechos indignantes y a los mayores subidas de pensiones que el sistema no pueden soportar a la larga o se subvencionan alimentos y consumos energéticos, cuando todo esto pasa, y está pasando, estamos normalizando la pobreza, aceptando que el estado se mete de lleno en nuestras vidas, las controle y las manipule a su antojo porque, al final, han conseguido el objetivo de dependencia total de estado. Así convierten a los empresarios en perversas personas contra los que hay que actuar, a los emprendedores en personas sospechosas a los que hay que vigilar y a los ahorradores a individuos a los que hay que esquilmar con impuestos confiscatorios. El gobierno se niega a valorar a los ahorradores y premia a los “gastadores”, no quieren saber que patrimonio y liquidez no siempre van de la mano ni que la vivienda comprada por los ahorradores pudo ser con el dinero que les quedó después de pagar sus impuestos. Los gobiernos que han seguido este camino errático, han conseguido pueblos pobres y estados ricos porque, al final, el estado se queda con todo. Piénsenlo.

 

Normalizar la pobreza

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