EL PENALTI

Hasta el pasado domingo el penalti más famoso del mundo era uno que el añorado escritor argentino Osvaldo Soriano imaginó para nosotros que se había prolongado durante una semana, en un encuentro entre el Deportivo Belgrano y el Estrella Polar. No tendrá mayor recorrido que aquel el perpetrado en el Camp Nou en el minuto 81 de un partido ya sentenciado, porque, según parecen haber descubierto ahora, el fútbol es espectáculo y como cantaba el no menos añorado Freddie Mercury “The show must go on”, así que es posible que a la altura del viernes ya se habrán diluido los ecos de lo que algunos califican como genialidad y otros adjetivamos de portentosa falta de respeto. Casi todas las fechorías precisan, para ser llevadas a cabo, de autores materiales, cómplices y colaboradores necesarios. Para batir a Sergio Álvarez desde el punto de penalti, de manera dolosa, cada uno ocupó su rol y en el de colaboradores necesarios, como suele ser habitual en España, se instalaron los muchos adictos a acudir siempre en auxilio del ganador. Pero volvamos al relato imaginado por Osvaldo Soriano: “El Gato Díaz se había peinado a la gomina y la cabeza le brillaba como una cacerola de aluminio. Nosotros los veíamos desde el paredón que rodeaba la cancha, justo detrás del arco, y cuando se colocó sobre la raya de cal y comenzó a frotarse las manos desnudas, empezamos a apostar hacía donde tiraría Constante Gauna”. Describir de modo tan sublime en qué consiste la esencia de un penalti está al alcance de unos pocos elegidos, por eso tengo que hacer uso de las letras de Soriano, pero me sorprende que comprenderla se haya convertido para algunos en una imposibilidad casi metafísica. El penalti, incluso cuando los hoy reivindicadores de lo espectacular militaban en el bando de los “valors”, ya era un espectáculo mayúsculo en si mismo que consistía en mi opinión, en el duelo ambivalente entre el lanzador y el portero, una batalla en la que el engaño entre ambos se orquesta sin abuso, tejiendo una telaraña de nervios entre la mirada de uno y el esfuerzo del otro por esquivarla. Tal vez por eso se comprende, porque se necesitan tiradores capaces de convertir en espectacular un acto aparentemente sencillo, que en el penalti más importante que ha existido en el fútbol holandés, aquel que se produjo el 7 de julio de 1974 en Múnich, aun con Cruyff capitaneando a su selección sobre el campo, el escogido para superar al mítico Sepp Maier con un trallazo fuese Neeskens. 
En la sociedad fragmentada, que diría el Dr.  Alberto Binder, en la que vivimos, donde se jalean conductas de los afines que se critican en los que no lo son, me parece más importante que transmitir nuevos valores no permitir que se perviertan muchos de los que ya existen. No serán pocos los vestuarios, especialmente con jóvenes futbolistas dentro de ellos, donde se comente con vehemencia esta jugada. Para estos casos, en mi ya larga etapa como entrenador, he acudido siempre al mismo ejemplo: el que nos brindó Mats Wilander en aquella semifinal inolvidable de Roland Garros frente a José Luis Clerc, cuando ante la unánime admiración general solicitó al inflexible juez de silla, que se negaba a atender las protestas del tenista argentino, la repetición de un punto de partido que le clasificaba para la final. Cuenta la Historia que para convencer a Jacques Dorfmann, el juez árbitro en cuestión, bastó con que Wilander le dijese: “No quiero ganar de este modo”.   

EL PENALTI

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