En recuerdo de Alfonso Abelenda

El equinoccio de primavera, el mismo 21 de marzo, –quizá como promesa de regeneración–, abría las puertas del más allá al gran pintor Alfonso Abelenda, que había llegado al mundo un equinoccio de otoño (octubre de 1931), para atraer todo el talento “de profundis” que le caracterizaba, y que él transformó en obras geniales, que eran –según propia confesión– auténticos partos anímicos; ya que no sólo lo enfrentaban al espejo de su alma, sino a los innúmeros ángulos de la realidad y de la condición humana; pues sentía en las carnes el dicho de Terencio: “Nihil humanum me alienum puto” (nada humano me es ajeno). 

Pocos como él pudieron ahondar así en ese rostro múltiple que, a veces, le mostraba su faz luminosa, y ,otras, la más terrible y amarga, embellecida eso sí siempre por su dominio prodigioso del color y por su no menos prodigioso dominio de la armonía compositiva, donde los viejos rivales caos y cosmos, –que están ahí desde el principio de los tiempos–, dialogaban. Para desvelar esas eternas antítesis: gozo-dolor, amor-muerte, belleza-fealdad, verdad-falsedad y tantas otras, tuvo que utilizar con frecuencia la distorsión y el trazo expresionista, del que sería prodigioso ejemplo su cuadro “Abrakadabra”, en la dirección de muchos otros, igualmente geniales, como “Mane, Tezel Phares”,  “Homenaje a Álvaro Cunqueiro” o el terrible “Vermú con self en el Gijón. 

En línea similar  están dos obras de 1997 que constituyen, con veinte años de anticipación, su testamento plástico: uno es “Autorretrato de mi Kadáver”, en el que el rigor arquitectónico del espacio contrasta con el puzzle polícromo del despiezado rostro; y el otro es “Máscara con pinceles” que  presidió sus últimas horas en el tanatorio y en el que reza su epitafio: “Yo Alfonso Abelenda, pintor y alquimista y humorista macabro de la especie humana...”.

Ahí subraya que asumió el humor como una de sus armas; y fue este el que le proporcionó los acentos deformadores o rupturistas de su pintura; pero que, además, desplegó como dibujante en La Codorniz, en Don José, en Cambio 16 o en su Abelendario;  pero es un humor cervantino, irónico;  en el que da fe de una comprensión hondamente humanística de la vida y, por lo tanto, de una sabiduría ontológica excepcional. 

Descendiente de los Escudero, que tanto contribuyeron al buen  urbanismo de A Coruña, atleta olímpico premiado en varias ocasiones, estudiante de arquitectura y licenciado en Ciencias Exactas, lector empedernido de los clásicos y poseedor de una vasta cultura, tuvo también en su haber la vena lírica, que se manifestaba cuando escribía, y que le donó sin duda los acentos de insuperable luminosidad de sus Marinas coruñesas, de la Dársena o del Orzán. Además conoció a medio mundo y dejó por ahí, sobre todo por Paris, Londres o Madrid, el rastro indeleble de su genio inimitable. A Coruña lo alumbró y su pintura “...naceu nesa lareira iluminada e xa nunca perdeu a luz” –como le canta su amigo, el gran poeta Avilés de Taramancos–, con él que ya está ahora en la eterna Luz.

En recuerdo de Alfonso Abelenda

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