Entre pitos y flautas

Era un maratón. Ahora todo son maratones. La orquesta bien dirigida. Violines, cellos, trompas y timbales. Allegro con brio, marcia funebre, capaz de emocionar a un tarugo. Flautas descaradas en un allegro vivace ante un scherzo importante. Beethoven en estado puro. La Primera, la Cuarta, la Novena, la Tercera sinfonía... Pero antes, bronca. Abucheos. Y así entre pitos y flautas se fue desarrollando el asunto. La “Sinfonía Grande intolata Bonaparte” se quedó en “Sinfonía eroica, composta per festeggiare  il sovvenire d’un grand’houmo” tras el arrebato furioso del excelso compositor alemán al conocer que Napoleón se había coronado emperador. Ahí te quedas Napoleone. Fueron la pitada, el abucheo del genio –del hombre– ante el abuso y la soberbia. Es el legítimo derecho del que los tiralevitas llaman populacho. La canalla que –dicen– no debería profanar ni ciertos lugares ni a determinadas figuras. Ahora, al parecer, ya ni se puede echar un rapapolvo expresado en román paladino so pena de que nos traten de vándalos, ignorantes y delincuentes. “Son cuatro gatos”, “los cuatro alborotadores de siempre” (siempre cuentan cuatro) rebrincan los del pesebre tomando ese número en un intento de desacreditar a los disidentes. Desde las tribunas de papel o de las ondas, los pelotilleros manotean y sollozan como una virgen desflorada por la afrenta que supone una pitada en toda regla a doña Sofía y proclaman que hubo más aplausos que rechiflas. Es posible, toda vez que los secretarios, subsecretarios y directores generales, amén de los que van de gorra, tienen la suficiernte experiencia y habilidad para largar vigorosas ovaciones. Los neocortesanos intentan defender contra viento y marea esta peculiar institución. A la reina le sobrevino un chorreo porque a la monarquía española, después de tantos años protegida tras una cortina hecha de adulación, se le ha caído la careta. Y porque parece que al fin a la chusma se le deslizó la venda de los ojos para descubrir que aquella catarata de babas ocultaba un antro. Así que, entre pitos y flautas, vimos que el rey estaba desnudo.
Pero no teman los monárquicos. Los españoles son inconstantes en esta materia. Recuerden si no el caso del bellaco Fernando, El deseado. A su regreso del exilio, el vulgo, sacando a los caballos del tiro, se unció a su carroza al grito de “¡Vivan las cadenas!”. Luego el Séptimo liquidó la constitución liberal y restauró el absolutismo. Después vinieron más. Unos se marcharon para no volver y otros volvieron después de haberse ido.
El caso es que, entre pitos y flautas, pian pianito, estos llevan la friolera de cuarenta años dando la murga con su estilo, su simpatía y su sencillez, cuando realmente estaban a lo que estaban, llevándoselo calentito, incluidos sus familiares viviendo a la sopa boba. Pero calma, señores. Los españoles sólo están teniendo un calentón momentáneo. Mañana todo estará olvidado y se echarán de nuevo a las calles para, bien aleccionados y dirigidos, escuchar los pífanos atacando la Marcha Real. Y las flautas acallarán los pitos.

Entre pitos y flautas

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