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Hace unos días en un debate radiofónico sobre igualdad tuve una discusión con una de las participantes que insistía en que yo debía declararme “feminista”. Venía a argumentar que si yo pretendía defender a las mujeres, la igualdad entre sexos y los derechos femeninos entonces era feminista y no entendía por qué me negaba a ello.
Intenté explicarle que no me aplicaba ese calificativo porque, si bien en términos objetivos mi postura respondía a la definición (RAE: «ideología que defiende que las mujeres deben tener los mismos derechos que los hombres»), considero que su significado está alterado por una carga ideológica que no comparto.
Mi interlocutora persistía en convencerme de que yo era feminista y que debía admitirlo públicamente. Me llamó la atención su perseverancia. Parecía que deseaba obligarme a asumir esa condición, como si creyera que mi obcecación fuese producto de la ignorancia. Tal vez pensaba que haciéndolo me ganaba para su causa.
Al parecer, algo similar sucedió hace unos días en el Women G 20, un foro de mujeres de las 20 naciones más poderosas del mundo, una antesala a la cumbre que tendrá lugar próximamente en Alemania. En una de las mesas redondas donde participaban Cristine Lagarde (FMI), Ángela Merkel, Ivanka Trump y la reina Máxima de Holanda, entre otras, la moderadora les preguntó si alguna de ellas se sentía feminista. Ángela Merkel dudó y matizó, lo mismo Lagarde. Y se mantuvieron en su postura de no reconocerse como feministas.
¿Acaso es este el debate? ¿Para trabajar por la igualdad de oportunidades para las mujeres, exigir mayores niveles de participación femenina en los cargos de dirección, denunciar la discriminación salarial , la falta de paridad y un reparto equitativo de tareas y responsabilidades es necesario colgarse la etiqueta “feminista” en la solapa”?
Me niego a entrar en ese debate porque es falso y mal intencionado. La batalla por la igualdad para las mujeres no responde a banderas políticas. Me niego rotundamente a caer en la trampa de este falso debate que no busca otra cosa que politizar una lucha que supera fronteras, ideologías, creencias religiosas y tradiciones.
La equidad de género no va de una campaña electoral, ni de cuantos párrafos se le dedican en el programa, ni tampoco es aceptable que se banalice y se utilice como arma arrojadiza en debates televisivos.
No necesitamos que las señoras Merkel y Lagarde se declaren feministas. Lo que necesitamos es que trabajen duro para que la igualdad de oportunidades sea real. Que entiendan que las cuotas, mal que nos pese, son necesarias para cambiar el rumbo de las cosas, que la paridad en la dirección de las empresas es tan necesaria como indispensable es corregir la brecha salarial.
La discusión sobre la etiqueta nos aleja de la realidad y nos impide ver las necesidades de hoy. La añoranza de un feminismo de los 70’ no es más que la negativa a entender que estamos en otros tiempos y que ese discurso no sólo no convence a las mujeres de hoy sino que, además es poco eficaz.

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