Dejo sangre en el papel

ace unos años que Víctor Manuel escribió aquella canción y hoy me es útil para acudir a este encuentro. Nunca es buen momento para morir, parece una obviedad y seguramente lo es, lo que ya no resulta tan entendible es que haya momentos peores que otros para encontrarse con la “parca”, pero lo cierto es que los hay. Este es uno de ellos, ahora los muertos los contamos por miles, sin nombres, sin apellidos, sin duelo y en soledad. Nuestra cultura, la de siempre porque no sé si la anunciada y absurda nueva normalidad incluye también la caducidad de nuestras tradiciones, tiene sus protocolos incluso para la muerte. Fallecimiento, luto, duelo y calor humano que te proporcionan tus familiares y amigos cuando pierdes a un ser querido, se han esfumado. Da igual que te mate el virus o cualquier otra circunstancia, estás condenado no solo a morir, si no también al silencio, a la soledad y al dolor y en el peor de los casos al olvido. Esto es muy recurrente entre los enfermos que saben que se van y que piden, como última concesión que no los olvidemos porque todos sabemos que nadie se va para siempre si es recordado. Nuestros pensamientos resucitan con facilidad a aquellos que ya no están, pero que perduran en nuestros corazones y ese recuerdo, aunque doloroso, nos reconforta. No dejo sangre en el papel hoy, pero sí lágrimas de tristeza que, seguro que compartimos millones de personas y muy especialmente, los familiares y amigos de las más de 40.000 personas fallecidas a la negra sombra del Covid 19 pero también los otros fallecidos por causas ajenas al virus y que sufren igualmente el silencio y la soledad. No estoy dispuesto a dejarme llevar por esta ola de olvidos y por eso hoy dedico estas letras a un buen amigo, Antonio Vázquez Liñeiro, un coruñés de la calle San Luis, como a él le gustaba presentarse que fue un innovador y que dejó su huella imborrable en la fisonomía de su ciudad y también de muchos otros lugares, pero, sobre todo, dejó un vacío inmenso en los corazones de sus amigos. Era un hombre que se cultivó e hizo a si mismo, que rompió moldes y esquemas y que no fue entendido por todos, como le suele pasar a aquellos que abren camino, pero al que su genialidad y su constancia pertinaz le llevaron al éxito. Muchos fueron los empresarios y los políticos que quisieron sentarlo en su mesa para escucharlo y muchos de ellos apostaron por él. En cada sobremesa un dibujo en una servilleta, una anécdota documentada, un habano con su historia y su liturgia y siempre una sonrisa crítica, a veces ácida, que lo hacían una persona peculiar, distinta que no distante, un recuerdo y toneladas de gratitudes de aquellos que creyeron en él y a los que nunca olvidaba. La vida lo premió, pero también lo castigó con dureza. Antonio empezó a evaporarse cuan su hijo se fue, prematuramente y sin avisos ni alarmas previas. Ahí cambió su vida que solo pudo sobrellevar por el inagotable amor de su mujer y su hija y también con el calor de su estudio y de sus compañeros, socios y amigos que ya lo echan de menos sabiendo que su lugar no es ocupable, que tendrán que convivir con ausencia y alimentarse solo de recuerdos. Y no será en su txoco, un que se escondía en su propio despacho y que era un templo de creatividad y de amistad y al que solo accedíamos un reducido grupo de amigos para aportar y aprender lecciones de vida. Hace apenas unos meses me pidió que le llevara a Santiago a un concierto de Bob Dylan, ya muy debilitado, pero ganas de vivir, lo disfrutó como un niño ilusionado y, por supuesto, en el viaje de ida y vuelta, me explicó con detalle la filosofía de vida del artista. Mil recuerdos contables y otros tantos incontables, vivirán para siempre conmigo y no, querido Antonio, nunca te olvidaré. Hoy puedo decir que estas líneas son papel mojado, de cariño, de recuerdos, de amistad. Q.E.P..D.

Dejo sangre en el papel

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