Un bote de ketchup y un fusil AR-15

Tenía razón. Esto es lo primero que pensó Donald Trump cuando se enteró del horrible atentado que sufrió el pasado domingo Orlando, un nombre que asociábamos a tomate y parques de atracciones y que a partir de ahora, irremediablemente, relacionaremos para siempre con una masacre. Al candidato del Partido Republicano le pareció que, por supuesto, tenía razón, que no se puede dejar entrar musulmanes así de cualquier forma en el país, que hay que controlar a “esa gente”. 
Ahora “esa gente” son los malos, de igual forma que antes de la caída del telón de acero lo fueron los rusos –esos que se distinguían fácilmente en las películas por su peculiar forma de coger los cigarrillos– o antes lo fueron los alemanes. Sí, como los antepasados del propio Trump, cuyo abuelo emigró a Estados Unidos desde Kallstadt, un pueblo que hasta hace poco solo era famoso por haber tenido el dudoso honor de haber visto nacer a Henry John Heinz, el inventor de esa salsa que sirve para acompañar cualquier plato que engorde.  
Me extraña que el hombre peor peinado de América no comentara, de paso, que entre los muertos seguramente fuera difícil encontrar votantes para su candidatura. El club Pulse era un lugar de encuentro habitual para la comunidad gay de Orlando y, teniendo en cuenta que Donald Trump ha manifestado su férrea oposición al matrimonio homosexual, parece difícil que estos estuvieran dispuestos a votarle. Por no añadir que la mayoría de las víctimas, además, eran hispanos. 
El multimillonario invita a ser más vigilantes y diligentes contra el terrorismo islámico pero se “olvida” de que esa masacre se cometió con un AR-15, un arma que dispara 30 balas por minuto y que se puede comprar fácilmente en Florida. Este fusil automático estuvo prohibido durante años para “uso doméstico” –ignoro qué uso doméstico puede hacerse del AR-15, salvo que, como pronostican las series de televisión, acabemos sufriendo un holocausto zombi–, pero ahora es el arma “familiar” más popular en Estados Unidos. En los últimos cinco años, se han vendido 1,5 millones de unidades a civiles. 
Lo más paradójico de todo es que cada vez que hay una masacre se venden todavía más pistolas y rifles. El terror lleva a muchos americanos a armarse para tratar de sentirse más seguros mientras los fabricantes se frotan las manos por el aumento imparable del negocio.
El presidente Barack Obama intenta llamar la atención cada vez que se produce una tragedia sobre los peligros de vivir en una sociedad armada, pero con poco éxito. La candidata Hillary Clinton, la primera mujer que competirá por llegar a la Casa Blanca, también ha advertido sobre la necesidad de regular de alguna manera el acceso a las armas pero el lobby es muy poderoso y no parece que estén dispuestos a ceder terreno fácilmente. 
Terrorismo al margen, los tiroteos se repetirán una y otra vez mientras comprar un AR-15 sea tan fácil como ir al supermercado y meter el arma en el carrito junto con la compra del mes y un bote de la salsa esa que inventó el compatriota de Trump.

Un bote de ketchup y un fusil AR-15

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