Matar por la fe

De morir por la fe, a matar por la fe, hay un abismo, tanto ético como moral. Ese tránsito convierte a las personas en los seres humanos más viles, crueles y despreciables de la tierra. El fanatismo religioso que lleva a matar por la fe es una locura o un acto de terrorismo atroz y condenable.
Se puede morir por una idea o por convicciones religiosas, sin renunciar a la primera ni abjurar de las segundas. En el primer caso, se trataría de un acto de heroísmo; en el segundo, de un martirio. En ambas actitudes, las víctimas sufren o aceptan la muerte, sin odio ni venganza, incluso en algunos casos, perdonando a sus verdugos. En el Evangelio de Lucas se lee “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen “, dice Jesús en la Cruz, refiriéndose al pueblo judío en su conjunto y a los que lo crucifican en concreto.
En el cristianismo se reconoce que la sangre de los mártires es semilla de cristianos y que, como dijo San Pablo, “la palabra es el arma del cristiano”. Realmente, no hay mayor aberración, tanto de la mente como del corazón humanos, que matar para alcanzar la inmortalidad. Morir para matar y matar para salvarse es algo tan monstruoso como inconcebible.
Pero lo más abyecto de los que matan por la fe es que no ignoran lo que hacen, sino que lo hacen a sabiendas y, diríamos, con “premeditación y alevosía”; por esa misma razón, ni se arrepienten de sus  actos ni experimentan el más mínimo remordimiento; antes al contrario, se vanaglorian y enorgullecen de sus actos como mérito para su salvación.
Nietzsche, en la Genealogía de la moral, distingue la moral de los amos de la moral de los esclavos y critica la de estos últimos por considerarla la moral del cristianismo o de los débiles, que se refleja en los textos bíblicos de mostrar la otra mejilla, la humildad, la caridad y la compasión. En su pensamiento, considera negativo que los valores débiles se conviertan en hegemónicos, afirmando que lo que originariamente era considerado bueno como el egoísmo, la soberbia, la voluntad de poder, la agresividad o el riesgo, pasen a ser vistos como malvados y las cualidades propias de los desafortunados, como el altruismo, la humildad, la paciencia y la mansedumbre se conviertan en méritos y virtudes. Desde esa perspectiva, el autor citado, predice que “nada impide imaginar un mundo futuro en el que las personas no se guíen ya por los ideales cristianos”. Si esa premonición se cumple, la humanidad será víctima del terror que elijan, como fórmula de salvación, los asesinos, exterminando a seres inocentes e indefensos. Contra ese suicidio terrorista de los que mueren matando, no hay pena disuasoria alguna, pues nada hay peor que la muerte a la que se entregan, voluntariamente, y hasta con fruición y voluptuosidad. Si, finalmente, esa amenaza se cumpliese, la advertencia existente en el dintel de la puerta de entrada al infierno de la Divina Comedia de Dante según la cual “los que aquí entráis perded toda esperanza” podría sustituirse por otra de idéntico contenido pero colocada a la puerta, no del infierno, sino de todo el planeta que habitamos.

Matar por la fe

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