No nos engañemos

Cuando un movimiento popular, asambleario e inorgánico nace, crece y se desarrolla como intérprete y defensor de determinadas necesidades y exigencias sociales, padecidas por parte de la población y no atendidas por los políticos en activo, descalificarlo, sin más, como populista, demagógico o antisistema, no contribuye a resolver los problemas que denuncia y sí a provocar en los afectados creciente indignación y rechazo.
Sabido es que la calle no legisla, ni gobierna; pero su clamor llega al Parlamento y a los representantes políticos, removiendo sus conciencias, despertando su sensibilidad social y demandando soluciones justas para situaciones que las exigen con clara y evidente preferencia. Excluidos los extremismos radicales y violentos, no pueden negarse los importantes logros sociales conseguidos por las campañas antisistema. Entre ellos, pueden citarse la atención a la pobreza energética, la protección al medioambiente y el cambio climático, las cláusulas suelos y demás cláusulas abusivas del sistema financiero; la renta básica, la protección de los sin techo, sin olvidar la última subida del salario interprofesional, la supresión de los aforamientos indebidos y la lucha contra la corrupción.
Ante esa situación, no puede extrañarnos que el actual y recién flamante Presidente de la República Francesa, Emmanuel Macron, proclamase haber escuchado la angustia social y estar dispuesto a luchar contra todas las desigualdades. Es evidente que, si el sistema no da solución a determinadas situaciones sociales injustas y abusivas, crezcan y se difundan movimientos “antisistema”. Como decía Ortega, un problema resuelto es un seudoproblema; pero un problema que se elude y no se intenta resolver, no por eso deja de existir y de exigir su urgente solución.
Sin embargo, los excesos que, a veces, se producen en esta clase de procesos reivindicativos y tumultuarios tienden, en muchos casos, a perjudicar a quienes no tienen responsabilidad alguna de su existencia o realidad, ni les incumbe tampoco la obligación de atenderlos y resolverlos.
Nos referimos, en concreto, al movimiento “okupa” que reclamando el derecho, constitucionalmente reconocido, a una vivienda digna, lejos de actuar contra propiedades inútiles y abandonadas del sector público, ejercen ese derecho de forma coactiva contra propiedades privadas, tomándose la justicia por su mano y ocupando “de hecho” e ilegítimamente bienes y propiedades de familiares y particulares. En estos casos, el destinatario de dichas acciones debe ser el poder público, al que corresponde facilitar y promover el derecho a una vivienda digna por ser un bien de primera necesidad. Desde el antiguo Derecho Romano hasta nuestros días, la ocupación ha sido un modo originario de adquirir la propiedad; pero tenía que recaer sobre bienes abandonados o sin dueño y no como ocurre actualmente con el movimiento “okupa” que se ejerce, indebidamente, contra bienes privados y contra la voluntad de sus legítimos dueños.

No nos engañemos

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