10.003 (Diez mil tres, sí)

Creo, permítame hablar hoy en primera persona, que jamás he escrito un comentario más triste, más apesadumbrado, más atemorizado, que hoy. Que este. Me llega, y me golpea de manera terrible, la cifra de que España ya tiene diez mil tres (10.003, me abruma) muertos por el coronavirus casi la cuarta parte del total mundial; ciento diez mil contagiados, más del diez por ciento del resto del mundo. A este ritmo, este país se quedará sin los que primero, más, están cayendo: sin sus mayores, sin esa gente que fue la que hizo crecer la nación, esa generación ‘del juancarlismo’ desaparecido que, con sus impuestos y su trabajo, financió esos hospitales donde ahora rechazan intubarlos, esa sanidad que considerábamos modélica y que los profesionales del sector se empeñan en que, pese a todo, siga siéndolo.
Cada muerto es una tragedia, personal y familiar: mueren solos, casi sin poder velarlos, con las funerarias que no dan más de sí. Ya no podemos ni expresar nuestro dolor por los que perdemos. Y nos dicen que es de mal gusto publicar fotografías de ataúdes. Quien fuera presidente de Extremadura, José Antonio Monago, acusa al Ejecutivo, sin pruebas, de que está falseando el número de muertes. No lo sé, no lo creo. Sobrepasar los diez mil en el tiempo récord de menos de un mes ya es, desde luego, suficiente horror; no hay que hacer política con los muertos.

El país estalla por todas sus costuras y, para completar el mazazo, nos avisan, al margen de las cifras de paro oficiales, de que, en realidad, un millón de españoles pueden haber perdido ya la normalidad de sus empleos, también en el último mes, que no ha sido sino el prólogo de un abril al que todos miramos con enorme aprensión.

Reclamo un comportamiento distinto de nuestros responsables públicos. Los muertos no pueden ser tratados como parte de una curva estadística. Lo mismo digo de los parados. Vivimos en la náusea de las cifras globales, que nos hacen olvidar que tras ellas hay tragedias individuales. Demasiadas tragedias individuales. 

Quiero escuchar autocríticas porque se dificultó la llegada de materiales de protección sanitaria, porque se colocó al frente de un Ministerio clave a una persona -muy bien intencionada, lo sé- que carecía de la menor formación o idea en este campo, porque las carteras ministeriales se repartieron atendiendo a equilibrios de poder, y no a criterios de eficacia. Porque, acaso, el ciudadano es lo último en lo que se piensa.

Pero, en fin, este no es el meollo de la cuestión ahora, ni cabe achacar todas las culpas al ‘piove, porco Governo’. Aunque el Gobierno, claro, que es el que tenemos, tenga mucho que decir, y no dice, y que hacer, y no hace. Estamos encerrados en nuestras casas y la única protesta ‘callejera’ que cabe es la de los balcones, que sirven lo mismo para un roto de caceroladas que para un descosido de aplausos a las ocho de la tarde. Las responsables del Parlamento (de ambas Cámaras) han optado más bien por el ‘perfil bajo’ del Legislativo; el responsable del poder judicial no sé dónde se ha metido -lleva ya año y medio sobrepasando su mandato legal-; los medios públicos no pueden, o no quieren, renovar sus direcciones y los privados se angustian, como tantos otros sectores, ante la enorme falta de recursos que nos viene. Y ese marasmo lo controla -es un decir- el gran solitario de La Moncloa, que no sé a qué diablos espera para cambiar radicalmente su política de aislamiento, de silencios, de plasma. Para cambiar de ideas y de equipo. ¿Aguardaremos a que el titular de este comentario sea, en lugar de 10.003, algo así como 20.003?  

10.003 (Diez mil tres, sí)

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