El lasciviómetro

Cuando quieres abordar una crónica que resuma la semana los pelos se te ponen de punta. ¿Por dónde empezar, Dios mío? ¿Por la Diada y sus desobediencias al sentido común? ¿Por las muy diversas versiones en el Gobierno sobre lo que ocurrirá con el salario de los funcionarios? ¿O acaso por la Kitchen, que ha provocado un terremoto en la sede del PP en Génova? ¿No? ¿El lío de Unidas Podemos entonces? Pues nada de eso: el lasciviómetro.

España se acongoja ante el brutal repunte de la pandemia, que afecta de lleno al bastante caótico regreso a las aulas. Hasta el punto de que la propia princesa de Asturias, la aún niña que debería heredar el trono de España, se ha visto confinada ante el contagio de una compañera en el colegio. Sí, esa misma Leonor de Borbón cuya efigie, junto a la de su familia, era incinerada el viernes en una hoguera salvaje en las calles de Barcelona. La hija de un Rey que, dice el hombre que aún manda en la Generalitat catalana, ha de pedir perdón... por el fusilamiento por Franco de Companys, año 1940, ochenta años ha. Pero todo esto, bah, apenas es un conjunto de síntomas quizá preocupantes, sí. Pero el lasciviómetro es lo fundamental.

Ha comenzado la caza. A Pablo Casado, que posiblemente haya tenido que ver tan poco en el feo asunto Kitchen como Felipe de Borbón en el asesinato de Companys. O a Pablo Iglesias, a quien tampoco le veo horizonte penal en los turbios manejos que le achacan, pero que, de momento, no pasan de ser acusaciones de oídas. Un auténtico dislate que se aplique la máquina de picar carne, sin presunciones de inocencia, sobre dos partidos clave en el arco parlamentario; pero, la verdad, ellos se lo han ganado. Y, al fin y al cabo, tampoco eso importa tanto al lado del lasciviómetro.

El Gobierno pierde clamorosamente en el Parlamento el ‘decreto Montero’ tras haber logrado poner en pie en su contra a los alcaldes de todo el país. El ministro de Universidades siembra la confusión días antes del inicio del curso, el casi desconocido titular de Cultura se pelea con su teórica subordinada, la ‘jefa’ de los deportes, el de Consumo se enfrenta al de la Seguridad Social, la portavoz anda como perdida, la vicepresidenta primera dice cosas diferentes que la tercera, y no digamos ya que el segundo... Pero pelillos a la mar: lasciviómetro, por favor. Que, como siempre ocurre en este país, es lo epidérmico lo que más ha apasionado esta semana a la opinión pública y a la publicada.

Y es que la más prescindible de las ministras o ministros del Ejecutivo, titular del más prescindible de los ministerios, ha sacado a la luz una encuesta que asegura que la mitad de las españolas se ha visto acosada sexualmente de una u otra forma en algún momento. El sondeo me parece oportuno y muestra la pésima educación y los aún peores hábitos que aún nos habitan. Solo que, como todo en ese Ministerio fantasma, la encuesta está mal hecha: junto a casos obvios de acoso y abuso, incluye, por ejemplo, las ‘miradas lascivas’. Unas cosas no pueden convivir con las otras, y las ‘miradas lascivas’ son poco mensurables, escasamente definibles, imposibles de demostrar ante un tribunal.

Mi compañero Miguel Ángel Aguilar inventó el ‘aplausómetro’ para medir el grado de peloteo de esos diputados que vitorean a su líder tras cualquier intervención: cuánto duran las palmas, con qué intensidad. Ahora creo que sería una interesante aportación a la causa de la igualdad de géneros algún adminículo capaz de determinar la intensidad lasciva en los ojos de los varones. Lasciviómetros, necesidad urgente para distraer las zozobras de la pandemia. Y en esas estamos en estos tiempos banales del cólera, que acabarán convirtiéndose en los de la indignación.

El lasciviómetro

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