Los abandonados

enunciar, abandonar, romper con lo que ha sido tu pasado tiene mucho más de grandeza que de deserción. Borja Sémper, el presidente del Partido Popular en Guipúzcoa, un hombre que ha peleado contra el fanatismo en el País Vasco durante veinticinco años, abandona la política, que “transita por un camino poco edificante”. Pasa a eso que da en llamarse ‘vida privada’, que, si no es mucho más amable con el individuo, sí es, al menos, más gratificante con aquellos a los que dirige sus cantos de sirena. Lo significativo de la marcha de Sémper, lo que ha hecho que se le dedique más atención de lo que en pura técnica periodística le hubiese correspondido, no es que evidencie tensiones en el PP ya conocidas, sino que muestra el desánimo al que muchos han, hemos, llegado ante una situación de nuestra vida pública que no entendemos ni, sospecho, compartimos. Ni somos capaces de combatir.
Son, quizá somos, los abandonados de una política que ya no se puede, y sigo las declaraciones de Sémper, “escribir con mayúscula”. Te llaman traidor, o habitante de no sé qué caverna, si denuncias las incoherencias de quien ayer, por poner un solo ejemplo, pedía el cese de la ministra de Justicia y hoy, en cambio, alaba su nombramiento de fiscal general del Estado del Reino de España como figura “impecable”. Te arrumban en el rincón de los jarrones chinos si dices que para nada vale la palabra dada de nuestros representantes públicos, denunciados cada día por las hemerotecas. Te llamarán homófobo, pese a haber defendido toda tu vida lo contrario, si te atreves a decir que son una locura las cosas que va diciendo, como agenda contra el heteropatriarcado, una señora a la que acaban de nombrar para una dirección general relacionada con la Mujer. Sémper se marchará y, como su correligionario y creo que amigo Basagoiti, será pronto olvidado. Como se olvidará el magnífico gesto de Ana Oramas oponiéndose a los dictados de su partido, que no compartía: su premio fue una ‘multa’ de mil euros y un silencio atronador en la Cámara Baja cuando, en la sesión de investidura, pronunció uno de los discursos éticamente más bellos que recuerdo haber escuchado en el hemiciclo. Ni un aplauso: ella ya no representaba ni a los del ‘sí’, ni a los del ‘no’; ni siquiera a los de la abstención. Se había alejado de los juegos de poder. Como Sémper. Quizá como muchos que, sin la proyección pública de los citados, piensan y sienten que esta ya no es su era, que no pueden subirse al autobús de trayecto sospechoso cuya única indicación de destino es ‘progreso’ y que tantas vueltas ha dado ya en direcciones tan opuestas, según quién fuese el conductor, según quién el copiloto, según quiénes los pasajeros.
Carlos Alsina, en una iniciativa pienso que acertada, reunió en la radio a Sémper y a su paisano Eduardo Madina, el hombre que fue arrollado por Pedro Sánchez en aquellas primarias de 2014: fue un breve diálogo memorable, instalado en el desencanto del primero y en el laconismo me parece que sólido del segundo. No ha querido el perdedor frente al sin duda triunfante Sánchez constituirse en portavoz de corriente alguna: otros sí lo han intentado, me parece que trampeando algo. Y, así, Madina. Como Sémper, Basagoiti, Oramas. O esa vieja guardia silenciosa del PSOE. O los Llamazares de Izquierda Unida. O los que bascularon entre Iglesias y Errejón, con una figura tan respetable como Manuela Carmena a la cabeza. Tantos que ven cómo se desvanecen en la noche de los tiempos sus sueños políticos y cómo se difuminan, en medio de la astenia general, aquella generación del 78 y otras muchas posteriores. Hoy vagan desconsolados, desengañados, sabiendo que estos tiempos ya no son los suyos, los nuestros.

Los abandonados

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