30 años, casi 7.000 muertos

esta semana, dieciocho inmigrantes han muerto ahogados en el Mediterráneo cuando trataban de alcanzar la costa española para vivir una nueva vida o para ser de vueltos de nuevo a su país de origen. La noticia apenas ocupaba las páginas interiores de los periódicos y un lugar secundario en los informativos de radio o televisión. Entre políticos en pelea continua y estéril, controvertidas y polémicas sentencias judiciales y lo que gana o pierde Trump, no hay sitio para una tragedia tan cercana y tan inmensa.
Hace ahora 30 años, el 1 de noviembre de 1988, naufragó una patera en Tarifa y un cadáver tendido boca arriba en la arena de la playa anunciaba lo que iba a ser una noticia casi diaria. Casi 7.000 personas, posiblemente muchas más, han dejado su vida desde entonces en ese gran cementerio marino, la mayor fosa común de la historia. Ya no es noticia, es algo que hemos incorporado a nuestras imágenes habituales con “normalidad”. Al menos, nosotros, los que contemplamos el problema en la televisión o lo leemos en el periódico. Supongo que para los miles de guardias civiles, voluntarios, profesionales de Salvamento Marítimo, sacerdotes y miembros del Servicio de Migraciones de las diócesis católicas a un lado y otro del Estrecho, ONG y personas de a pie, como Helena Maleno y otros muchos que trabajan con los que sobreviven y rescatan a los que mueren, es un sarcasmo hablar de normalidad. Ellos no se acostumbran, no pueden ser indiferentes a este drama.
Y hay más. Muchos de los que sobreviven siguen en manos de las mafias asentadas también en España. Endeudados casi para siempre, explotadas en la prostitución. Como no lo sabemos, o no queremos saberlo, no nos afecta el problema. Hace poco, Kennet Lluabuich, el párroco del hospital de Lorca, que antes de ser cura llegó a España desde su Nigeria natal en una patera y que, por tanto, sabe bien de lo que habla, pedía que acabáramos “con la esclavitud de niñas nigerianas en Barcelona” a las que él vio ejerciendo la prostitución en plenas Ramblas. Están a nuestra vista. Son menores esclavizadas, sin pasaporte, que reciben palizas diarias si no llevan cada día dinero suficiente a los proxenetas.
Es posible que los políticos asuman el problema como uno más. No lo es. Es una inmensa tragedia “consentida” por quienes gobiernan Europa y un inmenso negocio para unas mafias a las que nadie parece querer controlar en origen ni en destino. ¿Tiene arreglo? Claro que lo tiene. Si Europa actúa e invierte de forma coordinada y con controles en los países de origen. Luchando seriamente contra las mafias allí y aquí. Buscando soluciones. El padre Lluabuich dejó de lamentarse y en Murcia ha logrado un acuerdo entre policía, administraciones, ONG y la Iglesia y han liberado a muchas mujeres que ahora trabajan en la industria y la agricultura. Las Adoratrices en Almería y en otras ciudades visitan los invernaderos y ofrecen una salida digna a las mujeres obligadas a prostituirse allí. No son los únicos. Hay muchas ONG y personas desconocidas que están haciendo algo. En serio, ¿no se puede luchar contra eso desde las Administraciones públicas españolas, desde Europa? En lugar de avergonzarnos y ponernos en marcha, lo vemos con “normalidad”. Maldita normalidad.

30 años, casi 7.000 muertos

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