No parece que fue ayer

Hace justo dos meses, el Gobierno decretó el estado de alarma y España inició un inédito confinamiento ciudadano. Y no, no parece que fue ayer. Se nos han hecho largos, incluso para quienes hemos sorteado de momento la enfermedad, quienes hemos seguido trabajando con cierta normalidad y para quienes no hemos tenido que lamentar entre los nuestros una pérdida. Así que es difícil imaginar la sensación que han vivido los que han perdido su empleo, se han visto obligados a cerrar su negocio, han enfermado o han perdido a una persona cercana sin poder acompañarla en los últimos momentos, sin poder despedirse y darle un digno entierro. Conviene no olvidar esa realidad cuando el cansancio y la rutina del largo encierro nos lleve a la legítima queja.

De todo lo que hemos vivido, hay un gesto que quedará para la historia, una iniciativa espontánea que nos permitirá ilustrar en un futuro estos tiempos difíciles cada vez que los rememoremos: el aplauso colectivo que día a día, desde las ventanas y los balcones, hemos ofrecido a quienes han batallado en primera línea contra el virus, jugándose la salud y la vida. Primero fue a los trabajadores sanitarios. Después a todos aquellos que han permitido mantener las constantes vitales de una sociedad hibernada. Desde el 14 de marzo, el día de la primera ovación que atravesó ciudades y pueblos de todo el país, esa celebración colectiva y transversal lleva acumuladas más de cinco horas de aplausos de millones de ciudadanos. Desde entonces se ha mantenido con fuerza como gesto de agradecimiento y también, por qué no, como una forma de darnos ánimos, y de marcar una pauta cotidiana en nuestro encierro y decirnos que cada día más era un día menos.

Es evidente que las razones que movieron este aplauso permanecen y que sus destinatarios merecen nuestra gratitud eterna. Pero también lo es que el tiempo transcurrido y el progresivo desconfinamiento asimétrico puede hacer que los decibelios y el entusiasmo vayan decayendo. Algunos signos se observan. Y creo que un gesto tan noble merecería otro final que no fuera el paulatino desvanecimiento. Como una pieza musical necesita un último compás preciso, una gran novela, un brillante punto final, o el truco de un mago, un deslumbrante desenlace, quizás, igual que nos pusimos de acuerdo en el arranque, deberíamos acordar un final a la altura de una liturgia ciudadana que quedará para siempre como un profundo y hermoso gesto en mitad de la tragedia.

No parece que fue ayer

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