Ir a su encuentro

legó a Compostela después de más de 23 horas de vuelo. Durante el tiempo que permaneció entre nosotros nos recordó la necesidad de seguir trabajando para conseguir un mundo con menos desigualdades y para que nunca nos olvidemos de los pobres. Nos pidió que fuésemos al encuentro de la gente que sufre para ser parte de su historia y permitir que sus historias sean parte de la nuestra.
El cardenal Luis Antonio Tagle, arzobispo de Manila y presidente de Cáritas Internationalis, es un hombre pequeño, lleno de juventud y con la sonrisa siempre a flor de labios. Habla con todo el mundo y nunca pone reparos para hacerse con él una fotografía. Tengo que reconocer que este hombre de marcados rasgos filipinos y descendiente de chinos me ha causado una impresión tremenda y profunda por su gran cercanía. Hablar con él me ha reconfortado el largo trabajo de tantos días para dar a conocer lo que es la Teología de la Caridad, buscando que las personas seamos conscientes de que entre todos debemos alcanzar el cambio de actitudes que necesitamos para avanzar en una economía solidaria. Algo que nos repitió durante su magnífica exposición el purpurado, uno de los colaboradores más cercanos del Papa Francisco. Sus palabras me han hecho reflexionar cuando dio el aldabonazo por la falta de conciencia imperante ante los problemas que afectan a los excluidos, “que obedece -lean con calma, merece la pena- en parte a que muchos creadores de opinión, medios de comunicación y centros de poder globalizados en pocas áreas urbanas están demasiado lejos de los pobres y tienen poco contacto con sus problemas”.
El cardenal Tagle me ha hecho pensar mucho para que cuando nos hallemos junto a los pobres, a los desfavorecidos, a los últimos de la sociedad, no debemos hacerlo desde una posición de superioridad o de fuerza, “porque los pobres son capaces de enseñarnos valores de los que el sistema dominante carece”.
Los datos que aportó son demoledores. Hacen referencia al año 2016: 8 personas en todo el mundo eran tan ricas como la mitad de toda la población del planeta, es decir, 3.600 millones de personas. “Lo que nos perturba”, dijo, “es la idea de que toda esa riqueza, producida por tantos trabajadores, no sea distribuida equitativamente. Tenemos que reflexionar, si no estamos participando de esa situación con nuestra indiferencia”.
Recomponiendo sus palabras en mi interior me di cuenta de que hablamos de personas. No es una cuestión de números: son seres humanos con sus expectativas.
Es necesario construir un nuevo orden económico en la relación con las personas más desfavorecidas donde primen los valores, esos valores que los pobres tienen y que guardan como un tesoro, nos recordó.
Estoy convencido de que el desarrollo económico debe de ir de la mano del desarrollo de conceptos tan claros como lo que va desde lo educativo y cultural a lo social, de lo espiritual a lo moral para que de este modo el desarrollo humano sea íntegro y auténtico. Todo eso me lo recordó ese hombre pequeño, de eterna sonrisa y de una cercanía en sus manos, en sus ojos, en sus palabras y en su forma de ser que yo no había conocido.

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