La maldad de la bondad

Ser buena persona es militar en lo humano. Dicho así puede parecer estéril sacerdocio en aras de una dudosa divinidad y no afán social en la búsqueda de la fraternidad, pero lo es, y aquel que se aparta de esa obediencia no debería gozar de respeto social y menos aún permitirle que tomase las riendas sociales porque no es un ser social sino individual, aunque actúe en grupo, aunque se agrupe, y no deja de ser un mísero ambicioso y egoísta; malvado en todo caso, porque es de malvados obrar así. 

Expresada así la idea parece sencillo discernir entre hombres buenos y malos. Sin embargo, la tentación es advertir que es dificultoso, pero no lo es, no hay misterio, pese a que nos neguemos a reconocerlo no es arduo descifrar la naturaleza de las obras. Y si nos lo parece no es porque no esté a la vista la diferencia sino porque nos gusta hacer pasar por complejo aquello que no tiene encaje en la complejidad, aquello que expresa lo que es por fuerza de su propia naturaleza. 

El maniqueísmo no es el problema, lo es la elección y su oportunidad. 

Cabe pues concluir que quien es malo lo es porque le viene bien serlo y quien es bueno lo es por una razón que ni él ni nadie en este mundo de hoy alcanza a comprender en su utilidad. No lo hacemos, decimos sí, pero no, y en esa disfunción del entendimiento sensible nos hallamos atrapados. Conocemos de sobra la bondad de lo malvado, pero nada sabemos de lo malo de ser buenos. 

La maldad de la bondad

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