La prostitución de las causas

Lidia me llaman y no soy un toro, sin embargo, como a ellos, se me torea en públicas plazas de pago. Nací en algún lugar del que no alcanzo a dar razón, en un día del que no guardo recuerdo. Hoy mi patria y mi vida son el secuestro. Como mis raptores no me olvidan, he de olvidarme, borrando en mí todo vestigio de lo humano que me alumbró en el vientre de madre y en el del humilde barrio donde me críe bajo el sol de todas las carencias y la luna colmada de todos los afectos.
Fui niña. Lo recuerdo en esa inocente sonrisa que a veces me roba el espejo ante el que me adorno para un ritual en el que soy la fiesta y también lo que se festeja. En el que se me despoja de la nula dignidad en que vivo, para hacerme pasar por todo lo indigno que en este antro soporta lo humano.
Somos hombres y mujeres, es cierto, pero nadie lo diría si en verdad lo fuese, y en esa apariencia, la sombra asquerosa que hace palidecer de asco al asco de los despojos.
Llegue aquí comprada como res brava para manso festejo y en esa trágica celebración se gastan mis días, y se hacen eternas mis noches entre caricias y palabras que mueven al vómito.
Ayer vi a cientos de hombres defender al toro y soñé ser su lidia. ¿Dónde están en mi causa?
A quién interese, le digo que a mí me torean, contra mi voluntad, todos los atardeceres, en un club de carretera, por veinte euros la hora, con derecho a todo. Todo. También a eso a lo que ni yo misma tengo derecho.
 

La prostitución de las causas

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