Salud democrática

La salud de la democracia la define su capacidad para controlarse a sí misma, esa ha de ser su natural transparencia y la primera puesta en escena de su verdadera naturaleza, y cuando hablo de ella lo hago de aquellos que la llenan de contenido: ciudadanos, gobiernos, partidos políticos e instituciones, a ellos se les debe exigir un comportamiento exquisito en sus actos públicos y privados, al extremo de ser castigados con penas más duras los delitos que cometan en el desempeño de su mandato. 
Así debería ser, sin embargo, no lo es, y esa fatal carencia debilita este magnífico sistema al extremo de hacerlo parecer cómplice de sus sucios manejos.
Esta afirmación podría parecer una exageración, es más, debería serlo, pero por desgracia no es sino una elemental advertencia en un mar de atrocidades antidemocráticas cometidas por supuestos demócratas. 
No hay día en que no se descubra una corruptela o una indignidad que debería llenar de oprobio y vergüenza a alguno de nuestros representantes públicos. Pero aún duele más comprobar la tibia respuesta que se da a esos actos, castigados con penas irrisorias a las que burlan con toda suerte de subterfugios legales.
Y si ingresan en prisión se les dispensa un trato de privilegio que vulnera la elemental igualdad y ofende al sistema, tanto que no queda sino concluir que nuestra democracia no es un sistema de libertades públicas sino la ruin coartada de públicos delincuentes.

 

Salud democrática

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