LOS TRES ENTIERROS DE ADOLFO SUÁREZ

Quién podría negar que un entierro es un espectáculo. Esas exequias multitudinarias en los que la caja del difunto es llevada a hombros, como costaleros bajo un paso de Semana Santa, o en un armón a marcha lenta y solemne, mientras la multitud se agolpa a ambos lados de la comitiva fúnebre ávida de ver a esas decenas de personalidades que salen habitualmente en televisión, todos de una tacada, dándose abrazos, palmaditas y pellizcos en las mejillas. Porque se diga lo que se diga, qué bonito es un entierro, con sus caballitos blancos, con sus caballitos negros, con su cajita de pino y su muertecito dentro, con su cochero borracho y todo el acompañamiento... Un espectáculo, sí. Y además, gratis. Solo hay que dar algunos codazos y empujones para coger un buen sitio.
A Adolfo Suárez lo enterraron tres veces, como a Melquíades Estrada. La primera –según cuentan los que saben de esto–, lo fue después de haber recibido las puñaladas de traición correspondientes. Y ahí, en ese hoyo de ostracismo, permaneció años en silencio, apenas roto en contadas ocasiones, dejando que su discreción o su astucia política nos privase de saber definitivamente quién fue el hombre que mató a Liberty Valance.
La segunda fue por la más terrible enfermedad. La del olvido por el alzhéimer que lo sepultó en vida y de por vida, sin remisión. Y la de la indiferencia de quienes antes le habían abrazado, jaleado, aplaudido y dado coba después de que hasta la memoria le abandonase. Condenado a no recordar ni lo más próximo y a no ser recordado, salvo cuando se le desempolvaba circunstancialmente para celebrar en aniversarios redondos la célebre asonada del torero con bigote. Y nunca sabremos si realmente alguien mató a Liberty Valance.
La tercera vez fue hace unos días. A Suárez lo desenterraron para volverlo a enterrar, pero esta vez de forma bonita y muy aparente. Qué circo. Nadie se acordaba ya de él (como él de nadie) hasta que un chispazo mediático hizo correr a todos a codazos y empellones para buscar sitio y ver quién salía antes en la foto. Un coro de plañideras, qué digo un coro, una coral polifónica aullando de dolor fingido salió a escena. Rostros estudiadamente contritos y palabras para la ocasión. Panegíricos hasta el hartazgo. Atracón de frases hechas repetidas hasta la saciedad. Pero tras las celebraciones regresará nuevo al olvido.
Ahí quedará enterrado, esta vez para siempre. Al margen de los ditirambos sobre sus logros y virtudes políticas, Suárez era simplemente un buen hombre. Y honrado. Esto es lo mejor que se puede decir de alguien y lo único que merece la pena llevarse al otro barrio. Lo demás es vanidad. Aunque, ¡vaya! se diga lo que se diga, qué bonito es un entierro, con sus caballitos blancos, con sus caballitos negros, con su cajita de pino y su muertecito dentro.

LOS TRES ENTIERROS DE ADOLFO SUÁREZ

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