Los ministros y yo

Intento repasar los momentos estelares de mi vulgar existencia, y como no soy Stefan Zweig, tampoco encuentro instantes especialmente esplendorosos, salvo los que son comunes a todos los mortales. Bueno, sí, hay media docena de circunstancias que se me grabaron con especial satisfacción, pero en ninguna de ellas recuerdo, por ejemplo, quién era el ministro de Agricultura o el de Asuntos Exteriores. Incluso cuando pasé fugazmente por la Administración y trabajé con algunos ministros, sólo me importaban aquellos que eran admirados o amigos –Calvo Ortega, Fernández Ordoñez, Garrigues Walker o Martín Villa– mientras al resto los observaba con el mismo interés con que me enteraba quién había sido elegido presidente de mi comunidad de vecinos.
Hoy, todos los diarios aparecen con sesudos y meritorios comentarios sobre los nuevos ministros, pero tengo asumido que los ministros no tienen mucho poder. Y no me parece mal. Por ejemplo, te imaginas a alguno de la galería reciente que han irrumpido dispuestos a asaltar los cielos, y te alivia mucho eso, que los ministros no tengan mucho poder. Dependen del presidente del Gobierno, y el presidente del Gobierno depende de Bruselas, y en Bruselas dependen de la coyuntura económica, del precio del petróleo, y de una serie de factores que ni los deciden en Estrasburgo, ni lo determina una comisión.
Puede que esto decepcione a los recién nombrados e impaciente mucho a los vocacionales de esas revoluciones que cambian las sociedades, pero la francesa, por ejemplo, que parece la más drástica, después de la toma de La Bastilla mantuvo la monarquía durante más de dos años, y la decadencia de Roma se llevó casi un siglo hasta que reconociera que ya no era lo que fue. Bueno, las tomas de posesión son muy importantes para los nuevos ministros, pero en su primer empleo, en su primer amor, en su matrimonio, en sus ascensos y en su paternidad, reconozca usted que nunca tuvo que ver nada ningún ministro.

 

Los ministros y yo

Te puede interesar