Hipocondria y alarma

La mitad de los españoles se han vuelto hipocondríacos; la otra mitad ya lo éramos. Sin embargo, de este total hay que exceptuar a los que, carentes de capacidad cognitiva, esto es, de conocimiento y de conciencia, tanto han contribuido a que nos veamos como nos vemos, en las posiciones de cabeza de los países más infectados del mundo. Esos, como necios que son, se creen invulnerables y les importa poco o nada que los demás no lo sean.

Es tan excepcional y tan grave la situación, que la inteligencia, por una vez, se ha unido a la hipocondría: son tan innumerables, desconocidos, confusos y heteróclitos los síntomas y los efectos de la Covid-19, que todo discernimiento es poco para calibrar la exposición de nuestro pobre organismo al morbo que rula descontrolado, y para eludir el eventual contagio. Salvo a esos cretinos de los botellones, de la mascarilla en la papada o de la preferencia de la bolsa sobre la vida, a todos duele cuanto ocurre, tantos muertos, tantos intubados, tantos ateridos por una fiebre como de otro mundo, tantos afectados de otras dolencias absolutamente desatendidos, tantos niños con el vuelo cortado, pero también, y en consecuencia, a todos empieza a parecerles que lo que les duele, la cabeza, la tripa, la garganta, cualquier cosa de poca monta, es el principio del fin, la señal fatídica.

Se ha declarado por fin, aunque mal, poco y tarde, el estado de alarma, pero ya la mayoría vivía alarmada por su cuenta, muy alarmada. Los pocos médicos de atención primaria que aún se tienen en pie lo han señalado: la mitad de la población ha desarrollado en estos meses una hipocondría de caballo. La otra mitad, ya digo, conservamos la que teníamos, bien que, por ello, más llevadera y solapada. Se trata de un fenómeno natural (la enfermedad lo llena hoy todo) que habrá de estudiarse en profundidad más adelante, cuando las patologías generadas por la propia hipocondría, por la aprensión permanente, afloren.

Mala cosa es la hipocondría, pero el desquiciamiento de la realidad es tal, que lo más inteligente es tratar de convertirla en un detente-bala, en escudo protector, aunque algo ilusorio ciertamente, frente al enemigo invisible, pero, sobre todo, frente al visible, esa chusma descerebrada, alcohólica y festera que se empeña en seguir machacando a los sensatos, a los cívicos, a los abuelos... y a los hipocondríacos.  

Hipocondria y alarma

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