Juventud, divino tesoro

Todo parece sugerir que Josep Maria Mainat leyó hasta ahí el estremecedor poema de Rubén Darío y no siguió leyendo: “Te vas para no volver”. Las inyecciones que, según los Mossos, le fue administrando su mujer en la noche de autos eran chutes de insulina, y no de la poción mágica que devuelve la juventud y que el infortunado ex-humorista y productor consumía, al parecer, regularmente. Pero ese, el de la desesperada búsqueda de lo que no se ha de hallar, la juventud perdida, es solo uno de los muchos y disparatados ingredientes del folletín que ha distraído un poco a la gente del caos que éstos días les acogota.

Este “caso Mainat” que durante el fin de semana generó más búsquedas en internet que el Covid, que Trump o que la lucha de los trabajadores de Alcoa, contiene, en efecto, un sinfín de ingredientes, y por eso no es raro que haya concitado la atención de los no habituales a los sucesos truculentos o al pseudoperiodismo que amarillea cada día en la televisión. Ahí, en el presunto intento de asesinato de un señor mayor a manos de su joven esposa mediante una hipoglucemia inducida, se hallan juntas y revueltas, bien que en un escenario de extrema marginalidad pese al casoplón del decorado, muchas de las porciones que componen la desgracia.

Aparte de esa búsqueda del fementido elixir de la eterna juventud en tarro humano o farmacológico, que tanta frustración genera (“os vellos non deben de namorarse”, escribió Castelao), pero que es la porción más comprensible y asimilable del caso, en éste hay de todo y confinado en una casa palacial que más parece la de Tócame Roque: codicia, desamor, psicopatías, chico para todo, novia rusa del chico para todo, familia del chico para todo, cámaras de vigilancia que vigilan en vano, traición, venenos, soledad, y una nube de cámaras para ver quién sale o no sale del inmueble donde todo lo anterior se cocinó durante meses y donde dos niños chicos tuvieron que comerse el infecto guiso.

El señor Mainat tenía o tiene, según se dice, la obsesión de conservarse joven, pero es que no había leído el segundo verso del poema de Darío. Quién sabe si hubiera podido evitarse disgustos, y un coma hipoglucémico, de haberlo leído en su día.  

Juventud, divino tesoro

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