La agonía del paraíso

Tan paradisíacas eran las Islas Cíes, que abundaba en ellas la hierba de enamorar. Cuando uno las descubrió por vez primera al poco de despoblarse, a finales de los 60 o primeros de los 70 del pasado siglo, ni la lancha que en verano se acercaba por allí un par de veces al día, ni el camping que no era sino un pinar a cuyo abrigo se agavillaban unas decenas de tiendas de campaña, ni el pequeño restaurante donde te cobraban un ojo de la cara por un par de huevos fritos, conseguían perturbar en exceso el paraíso que hoy, por dejación de las autoridades, por la codicia de las navieras, por la irrupción masiva de turistas y por la contaminación del mar, está a punto de irse al carajo, si es que no se ha ido ya pese a la aún perturbadora belleza de sus arenales, sus albuferas y sus acantilados.
Casi medio millar de parejas de arao ibérico, esa hermosa ave que parece un pingüino pero que no es ni primo lejano, anidaban en sus precipicios, y hoy no queda ninguna, como tampoco gaviotas oscuras. Tampoco ni rastro de las higueras que perfumaban el aire al atardecer ni de las armerias de flor amarilla que sirven para enamorar y para enamorarse. El rastro que hay es el de los desperdicios que dejan las hordas turísticas, multiplicadas hasta la aberración por la avaricia de las navieras que rinden viaje a las islas y que, autorizadas a transportar un máximo diario de unas 2.000 personas, que ya está bien, acarrean todos los días no menos del doble. Donde brotaba la armeria, hoy emerge una lata de repugnante brebaje hiperazucarado.
El agua de la playa de Rodas, la más limpia y transparente que uno contempló en su vida, contiene hoy una regular cantidad de coliformes, por no hablar de las manchas del fuel que los buques arrojan cuando limpian sus tanques en las inmediaciones del desventurado paraíso. El “Prestige” dejó en las Cíes, como en el parque atlántico al que pertenecen, sus excrementos inextinguibles, pero naufragios, negligencias y catástrofes se antojan menos letales para las Cíes, para su naturaleza delicada y frágil (delicada y frágil como todo lo único, como todo lo bello), que este turismo masivo, tumultuario y erradicador del que al parecer vivimos, pero que con toda seguridad nos está matando.
La sed descontrolada de paraísos seca sus fuentes. 

 

La agonía del paraíso

Te puede interesar