Abandono escolar

de la hagiografía producida estos días en torno al fallecido Alfredo Pérez. Rubalcaba me quedo con la procedente de fuentes ajenas al socialismo, que, como es lógico, no ha visto más que luces en su referente y compañero político. 
Me quedo, pues, con la versión de un Rubalcaba brillante, de mente rápida, verbo certero y demagogia escasa; discreto y afable; implacable en el debate, pero constructivo en la negociación. Sabía lo que quería y lo defendía –han dicho de él– con ahínco y argumentos, pero con inteligencia suficiente para saber que, cuando negocias, nunca puedes ganar por diez a cero. Contaba con un discurso sólido que merecía ser escuchado.
Un personaje, en definitiva,  que sobre todo supo ser leal y discreto cuando de asuntos de Estado se trataba y que supo, por tanto, distinguir entre partido e intereses superiores. En este sentido, las mismas fuentes han subrayado el talento con que gestionó desde la oposición asuntos como la abdicación del rey Juan Carlos y la proclamación de don Felipe. 
El expresidente Rajoy le ha despedido como a un compañero, más que como a un rival. Y ha escrito que con su marcha la vida pública española ha perdido quilates de brillantez. A su juicio, Rubalcaba respondía a un modelo de político ahora en desuso: ni vivía obsesionado por la imagen ni se perdía por un regate de plazo corto. 
Pero habiendo sido como fue uno de las personalidades más importantes de la reciente historia de España, tuvo también sus sombras. Y entre ellas, para mí, la gestión que desde las filas opositoras hizo de las horas siguientes a los atentados del 11-M y en la jornada electoral de reflexión previa a las elecciones de 2004. 
Su proclama televisiva de que los españoles no se merecían “un Gobierno que miente” fue la pólvora que alimentó el acoso a las sedes del PP y que abrió el camino al triunfo de Rodríguez Zapatero en las urnas. Aquellas horas, cuando tanta sangre y tanto dolor estaban todavía calientes, la refriega política subsiguiente debió haber quedado para otro momento. Aquél debió ser tiempo de unidad. No es de extrañar que José María Aznar haya sido el gran ausente en los homenajes de estos días.
Desde otra perspectiva y comprendiendo el dolor que al partido le puede haber producido la pérdida de un referente como Rubalcaba, habrá que decir también que el socialismo ha vuelto a ser excesivo, como suele, con sus muertos preclaros. Por fortuna, no han hecho con él como con el alcalde Tierno Galván, cuyo féretro pasearon en carroza funeraria por la Gran Vía madrileña. Los tiempos son otros. 
De todas formas no está de más preguntarse cómo se comportarán con Felipe González cuando –Dios no lo quiera– le llegue el momento, pues no hay que olvidar que el ahora fallecido fue todo, pero no presidente del Gobierno.

 

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