Bardavío, el penúltimo caballero del periodismo

Quizá no aprendiese periodismo directamente de Joaquín Bardavío, fallecido de manera repentina en la mañana de este lunes ya para siempre inhóspito. Pero sí aprendí a escribir libros periodísticos –con él hice uno sobre los servicios secretos, en el que él puso casi todo el conocimiento–: era un enorme maestro, aunque ahora la injusticia del tiempo pasado haya olvidado títulos como ‘Los silencios del rey’ o ‘Sábado santo rojo’, en los que nos descubrió secretos celosamente guardados o ignorados por el despiste de nosotros, los demás periodistas.


Pero aprendí algo más, mucho más valioso aún: Bardavío daba lecciones de caballerosidad a cada paso. Jamás se arrogó una exclusiva que no le correspondiese, nunca le ví tratando de dar pisotón informativo alguno y, en cambio, siempre constaté su enorme voluntad de ayuda a los demás, tanto a los consagrados como a los que empezaban. Era de una generosidad casi inédita en estos lares.


Era uno de los grandes, de los que se pateaban el mundo a veces jugándose el tipo. Pero, al tiempo, rara avis, fue un enorme investigador, con una desbocada pasión por la historia. Un ‘atesorador’ de datos, le decíamos: imposible confrontarse con él en este terreno. Si Joaquín decía que Fulano había nacido en tal fecha, inútil contradecirle, porque sabías que tenía siempre razón. “Tienes un disco duro en la cabeza”, le dije muchas veces, en aquellas cenas largas de charla, cotilleo y whisky con coca cola.


Sobra, por obvio, decir que se me ha muerto uno de esos amigos a los que respetas y admiras tanto por su calidad profesional como por sus cualidades humanas. Un caballero que, claro, tenía poco sitio ya en esta era de lo profano, de lo insustancial y hasta de lo un poco miserable.

Bardavío, el penúltimo caballero del periodismo

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