Lunes 28, después de una semana de aprendizajes en Madrid, apuro la agenda de este final de abril. Unos días fuera de la oficina, pero el mundo no se ha parado. Doce y media de la mañana, se apagan las luces, se desconecta internet. ¡Otra vez han saltado los plomos! Vaya, también a la oficina de al lado. Ah, parece que es en todo Hi. Espera un momento, ¿qué son las columnas de humo que se vislumbran en medio de la ciudad? Esto tiene pinta de ser algo más grave.
Así empezó la desconexión forzada de este lunes. A cuentagotas, nos fuimos enterando que se trataba de un apagón general. La luz se cayó y, poco a poco, el mundo que nos rodea se calló.
El correo dejó de ser urgente. El Google Maps se borró del mapa. El WhatsApp se fue a hurtadillas. Y cada quién, con su talante, fue mostrándose: rostros preocupados, actitudes ansiosas, la celebración como bandera.
Una tarde para reencontrarse con la lectura en papel, las conversaciones cara a cara y la radio de toda la vida. En casa de mi madre intentamos rescatar la de papá, pero estábamos sin pilas y el super arrasado así que tocó conectar con el vacío informativo.
Pronto, lo que se intuía como una catástrofe técnica se convirtió en una tregua. Una pequeña rendija en la estructura del día para preguntarme si lo que nos mantiene enredadas de manera cotidiana es tan urgente o importante Si necesitamos de verdad estar en tres chats al mismo tiempo. Si sabemos leer sin recurrir a una pantalla y de manera enfocada. En definitiva, si sabemos parar.
No idealizo el apagón. Hubo quien lo pasó mal. Quien se quedó atrapado en un ascensor, o en el metro. Quien se angustió con la incertidumbre. Pero a mí me ofreció algo que no esperaba para ese día: la sensación de estar. Sin necesidad de emitir, de responder, de actualizar, de decir nada. Simplemente estar. Solo eso. Sin meta. Y un cielo lleno de estrellas, engalanado con el destello pautado de la Torre de Hércules.
No digo que desconociera esa sensación, pero así, de manera inesperada y un día laboral fue un regalo.
Nos pasamos la vida queriendo desconectar: de las redes, del trabajo, del mundo. Decimos que necesitamos parar, que nos encantaría dejar el móvil unas horas, que estamos cansados del bombardeo constante. Pero no lo hacemos. No sabemos. No nos atrevemos. Hay algo en el vacío que muchas veces incomoda. Algo en la pausa nos enfrenta, muchas veces a lo que no queremos escuchar o sentir.
Necesitamos que alguien —o algo— tire del cable para desconectar de verdad. Que un fallo masivo nos obligue a salir de la rueda. Que se caiga todo para mirar hacia dentro. Y eso, reconozcámoslo, dice mucho de donde estamos. Se apagó la luz y nos conectó con el aquí y el ahora.
Unas horas más tarde todo volvió. Volvió la Wi-Fi. Volvieron los mensajes. Volvieron los titulares, los memes del apagón, los debates en las redes. Volvimos a nuestras prisas. Se apagó el silencio.
Sería bonito recordar. Recordar, que esas pausas son necesarias, que la desconexión nos conecta con lo genuino, el silencio con la voz interna, la oscuridad con la luz de lo que necesitamos ver más allá.
Recordar, como dice el escritor y profesor Robert Poyton: “No eres una lista de tareas pendientes”.