Corazas para la vida

Desde que nacemos nos enseñan a andar, a hablar, los colores y, entre otras muchas cosas, los números.


La vida se convierte en una especie de competición en la que muchos padres son entrenadores personales y bastantes infantes una especie de competidores en los que sus mayores proyectan todos sus deseos y frustraciones, sin tener muy en cuenta sus gustos o preferencias.


Muchos niños crecen para, en el mejor de los casos, acabar convirtiéndose en aquello que a la mayoría de sus progenitores les hubiera gustado llegar a ser después de haberse pasado la mitad de sus vidas canalizando las de sus polluelos y tratando de tapar- o simplemente de no mirar-hacia los matices de sus vástagos que prefieren obviar.


Y de esos polvos llegan después los lodos en los que muchos jóvenes de hoy en día parecen estar envueltos.


En la etapa colegial pagan sus frustraciones con los más débiles o, simplemente, con los que son diferentes, mientras en la etapa laboral se dedican a pisar cabezas para trepar con el único fin de conseguir el brillo y el boato que desde sus cunas les ha sido inculcado. 


Y con esto y con todo, casi ningún padre se preocupa de fortalecer el espíritu de sus hijos, de ayudarles a vencer debilidades, de charlar con ellos regularmente, de indagar sobre sus amistades o redes sociales, de dedicarles tiempo de calidad y-sobre todo- de preguntarles si son felices.


Quizás el miedo a una respuesta negativa o a una mentira piadosa sea más fuerte que la barrera que derriba la pregunta.


Y la vida continua, mientras los patrones se repiten generación tras generación y casi nadie sabe realmente educar en lo afectivo.


El mundo está lleno de barreras. Más allá de las que nos ponen los títulos, el dinero o el aparente éxito social; existen aquellas provenientes de una mala educación. Lagunas hirientes que componen a personas desgraciadas teniéndolo todo. Seres vacíos probablemente porque están llenos de todo menos de entendimiento propio.


A lo mejor, en lugar de trabajar para que nuestros niños sean los más listos de la clase, los más maduros, los que más idiomas hablen, o los que mejor toquen el piano; deberíamos plantearnos que fuesen los más comprensivos, los más solidarios, los más buenos y los más dialogantes.


Personas que por entenderse a sí mismas puedan lograr ayudar a hacer que otros que no han tenido tanta suerte también lo consigan… Porque la verdadera felicidad, la que importa, la que nos llena, la que nos hace únicos e invencibles, está en nuestro interior, no se aprende en ninguna clase, se practica con el ejemplo y es la clave de la felicidad… Lo único importante que nos llevaremos cuando abandonemos estos lares.
 

Corazas para la vida

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