El 14 de febrero fue un día perfecto. Cayó en viernes, el día que puedo dormir una siesta. Mi reloj inteligente dice que malduermo una media de cinco horas y media al día, así que os podéis imaginar lo bien que me sientan esos 30 minutillos extra.
Fue día de regalos, que hace un par de años le levantamos el veto a San Valentín. Será que ya tenemos una edad. O que ahora sí merece la pena celebrarlo, porque tiene su mérito seguir valorando más las virtudes que los defectos, cuando ya les has mirado a todos ellos directamente a los ojos en más de una ocasión.
Me pierdo. Iba por los regalos. Los hubo de los que se compran y de los que no, que son los que más valen. No faltó un brindis con 1906, por nuestro vigésimo sexto Día del Amor. O por la esperanza de los venideros, quién sabe.
El día 15 empezó bien. Una mañana tranquila. Después de comer, fuimos a tomar un café y llevamos a mi hija al centro: tenía el cumpleaños de una amiga. Como no iba a ser ella la única que se divirtiera, nosotros nos dimos un buen paseo, tomamos algo y fuimos a ver la exposición de Irving Penn. Hemos visto todas las que ha organizado la Fundación MOP desde 2022, y esta es la que más nos ha gustado.
La tarde se saldó con algo más de 16.000 pasos, en total. Eso sí, la cena del cumpleaños se alargó y llegamos a casa más tarde de lo previsto: poco antes de las once de la noche. Habíamos estado siete horas fuera. Lo ideal para que el drama se cocinara a fuego lento.
Por la tarde nos había saltado un aviso en la aplicación de la alarma: se había ido la luz. La verdad, no le dimos demasiada importancia. En ningún momento se nos ocurrió que podía estar relacionado con la tubería que habían reparado tres días antes. Y eso que el arreglo, la verdad, no tenía buena pinta: nos habían dejado los tubos sujetos con unas bridas que daban de todo menos buenas sensaciones.
Abrir la puerta fue desolador. La tubería se había caído, claro. El agua nos llegaba por las rodillas. Estuvimos casi tres horas achicando, cada uno con una escoba, iluminándonos con las linternas de los móviles. Al final, no quedó otra: tuvimos que buscar un sitio donde pasar la noche.
Después vinieron dos días sin luz, tres sin agua, ocho sin lavaplatos —hasta que se secó—, diez sin agua caliente y once sin calefacción.
Hoy es 14 de mayo. Eso quiere decir que hace tres años que Chanel actuó en Eurovisión. Y —lo que es casi peor— que llevamos tres meses sin sofá, porque el que teníamos se pudrió y hubo que tirarlo.
Además, las paredes siguen desconchándose. Son tantas y pierden tanta pintura que, a este paso, nos va a salir gratis quitar el gotelé.
Y qué decir del suelo: 73 tablillas del parqué se han despegado ellas solitas. Podemos superar el centenar si terminan saliéndose las que ahora mismo amenazan con hacerlo. A no ser que antes perdamos algún dedo, o nos matemos directamente, en un tropiezo.
Te sientes pequeño e indefenso. Como si te hubieses acostado en posición fetal hasta desaparecer por completo, aplastado por la carga de la burocracia y plazos de los demás. Como el punto final de una novela que sostiene toda la trama y al que sigue un vacío inmenso, la nada absoluta, el silencio de la respuesta que nunca llega.
No puedo dejar de pensar en una foto de portada que vi una vez en Facebook. La puso un 25N una de estas feministas que sigues hasta que ves que, tras la pancarta, no hay ni una pizca de integridad. Se veía a una mujer haciendo una pintada. “No tenemos más paciencia”, escribía.
Pues eso.
En este mundo postmoderno (hipermoderno, mejor), cada uno hace foco según su perspectiva —y conveniencia— y cuenta la feria según le va en ella. Y al final… si te mojas, no me acuerdo.
Está claro que las compañías de seguros no tienen corazón.