Gaza

magina una novela con esta trama, diría Javier Peña al comenzar un nuevo capítulo de su podcast Grandes Infelices.


La historia empieza en un despacho elegante. Corre noviembre de 1947, y la ONU acaba de tomar una decisión salomónica: partir Palestina en dos, otorgándole a la población judía, que apenas poseía entonces una mínima parte del territorio, un generoso 56%.


Los árabes protestan, pero aquellos hombres vestidos con trajes impecables no los escuchan; la culpa histórica se lo impide. Ellos pretenden reparar la monstruosidad del Holocausto con un acto de justicia poética. Pero el resultado es un acto de injusticia real: ignorar al pueblo que ya habitaba aquella tierra. Parece incomprensible que nadie anticipase que la guerra no tardaría en empezar.


El pueblo judío, marcado eternamente por el horror de lugares como Auschwitz, donde el ser humano mostró su peor rostro, arrastraba su trauma hacia un nuevo territorio. Se prometían seguridad en la tierra prometida. Pero olvidaron que la estaban construyendo sobre el sufrimiento de otro pueblo, condenado a convertirse en refugiado en su propio hogar. Quisieron recuperar su dignidad a costa de la dignidad de otros. Y eso nunca funciona.


Hoy, Gaza es una pesadilla insondable. Una ciudad en ruinas con una macabra banda sonora: el llanto de las madres que han perdido a sus hijos. Casi 16.000 desde octubre de 2023.


Piénsalo bien: Betanzos tiene menos habitantes que la cifra de niños palestinos muertos en menos de dos años.


¡Niños!


Perdona que te lo diga, pero si no te duele, no eres un ser humano.


En este episodio miserable de la historia de la humanidad, las víctimas son muchas y los verdugos, demasiados.


Israel, heredero directo del pueblo que sufrió el genocidio más documentado del siglo XX, ejecuta hoy una violencia insoportable. Aquellos que llevan en su memoria colectiva la conmoción del exterminio se han convertido en verdugos de una nueva limpieza étnica.


Quizá porque no ha habido catarsis. Y el dolor mal sanado engendra violencia.


En el otro lado, Hamás se aprovecha de la desesperación del pueblo palestino para alimentar una violencia igualmente injustificable. Civiles israelíes caen víctimas de una ideología fanática que ve en el terror un medio válido. Terroristas que ensucian una causa legítima con sangre ajena.


Hamás convierte el dolor de su pueblo en combustible. Israel, el miedo de sus ciudadanos, en coartada. Dolor sobre dolor. Miedo sobre miedo.


Y mientras tanto, los gobiernos del mundo parecen atrapados en una partida interminable de Risk, donde la geopolítica —y aquella culpa y vergüenza que se respiraban en un despacho de la ONU hace casi 80 años— pesan más que las vidas perdidas.


Y lo peor es que casi se entiende. En el tablero, en la distancia, en la comodidad de nuestro trono privilegiado, todo parece abstracto. Las cifras son frías. Pero la sangre que sale de los cuerpos sepultados por las ruinas está caliente. Y alimenta un círculo de injusticia, crueldad y odio que parece que nunca se romperá.


Quizá dentro de unos años, alguien encuentre entre los escombros de Gaza un diario escrito por una niña, describiendo la guerra en primera persona, un eco desgarrador de Ana Frank.


Quizá, siguiendo la macabra lógica de ciertos líderes, ese diario termine exhibido en algún resort de lujo, como trofeo perverso de nuestra hipocresía. Quizá se lea entre copas de champán, mientras alguien murmura «qué horror», sin dejar de mirar el móvil. O peor aún, mientras sube una story a Instagram.


Porque, la verdad es que no parecemos capaces de terminar con este ciclo infernal y escribir un final distinto. Uno que merezca ser leído sin vergüenza. En el que aprendamos, por fin, qué significa decir «Nunca más».


Will the circle be unbroken? —cantaba The Carter Family.


Hoy, la respuesta es un grito que nadie parece escuchar.

Gaza

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