Hermelindo, el hombre que susurraba a las perdices

Hermelindo, el hombre que susurraba a las perdices
El jefe de estación dando de comer a sus perdices o faiado

Ocho décadas antes de que “Max” saltara al papel “couché” de la mano del deseado George Clooney y pusiera de moda a los cerdos vietnamitas, y de que César Millán convirtiera en noticia el ladrido de un perro, y a años luz de que el político “almodóvar” Tony Cantó despojara de todo derecho al mundo animal; el jefe de estación de Vilagarcía ensayaba a un coro de jilgueros para recibir a los viajeros, salía a tomar el aperitivo acompañado por un jabalí domesticado y enseñaba a sus canes a cazar conejos sin hacerles ni un solo rasguño. Se llamaba Hermelindo Castro Macías y llegó a la capital arousana en 1935 procedente de Rivadabia, con apariencia de bohemio decimonónico y una sensibilidad y generosidad que no distinguía entre especies.

Fue su familia testigo y también “víctima” de su pasión por todo tipo de animales y, sobre todo, de un sentido del humor único. Solo teniendo en cuenta estas dos cualidades se pueden entender algunos anécdotas, como cuando envió a su hijo Laureano, al que todos conocían como Milón, a buscar unos huevos de perdiz que pretendía ponérselos a una gallina con el fin de que los empollara e hiciera de madre. La anécdota aparece contada en el libro “Ferroviarios” por el propio protagonista, al que le temblaron las piernas cuando Currás, “el hombre de confianza de mi padre”, le contó que el experimento se había ido al traste porque los perdigones nacieron antes de tiempo. “Hermelindo al ver de lo que yo era portador monta en cólera, lo que para él era muy fácil. Le llama animal a Currás una docena de veces y afirma que aquello es un crimen porque los perdigones están condenados a morir. Pero allí están los pobrecitos, delante suya, gimoteando. Y hay que intentar salvarlos”. Y lo logra haciendo gala de “una paciencia que no tenía para su esposa, hijos y subordinados”. Los perdigones se convierten en majestuosas perdices hasta que un día, durante un paseo con su padre, Milón contempla como las aves emprenden el vuelo. Regresaron al poco, atraídas por el silbido suave y familiar de Hermelindo.

Su buena maña con sus animales llegó a oídos de la duquesa de Terranova, que le pidió una demostración. El “show” fue en la propia estación y el “jefe” estuvo acompañado de “Tilín”, su perro favorito. La crisis llegó cuando (por error de uno de los ferroviarios), a la voz de “¡Tilín!¡El banderín rojo!”, el can apareció con la gorra en la boca. “Vean si es inteligente este perro que sabe que no debo utilizar el banderín sin la gorra”, dijo Hermelindo a su público, anotándose otro éxito.

Pero el poder de convicción de Hermelindo traspasaba las fronteras del mundo animal. Solo así se entiende que su mujer aceptase tener la cocina llena de cucarachas o desplumar y cocinar un cuervo para gastar una broma a uno de los numerosos invitados de un hombre con una solidaridad sin límites.

 

Hermelindo, el hombre que susurraba a las perdices

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