Habrá quien piense que la monarquía es una institución más desfasada que la rueda de madera y nada democrática. Habrá también quien piense que, a pesar de lo dicho, merece la pena mantenerla porque es un punto de estabilidad entre los vaivenes de la política. Sea como fuere, no hace falta ser ni un poquito monárquico para reconocer que Isabel II fue un ejemplo de vida entregada a una institución y al pueblo que representa, un nexo entre sus súbditos –muy dispares, por cierto— y una referencia a la que mirar en los momentos buenos y malos. Ni un escándalo, ni una palabra inconveniente, ni una queja, ni un paso fuera del camino. Una servidora pública que puso siempre su obligación como reina por encima de todo, incluso de su vida personal y su familia, a la que no dudó en privar de privilegios cuando consideró que no los merecían. Así sí pueden subsistir las monarquías. Otra cosa es que el soberano o soberana de turno –listo/a o tonto/a, según salga, porque no se puede elegir— se dedique a darse la gran vida y utilice las facilidades que le confiere su estatus para obtener un provecho personal.