Fue una cuestión de números.
Porque murieron a 25 pasos de un futuro impredecible, pero de un futuro al fin y al cabo.
Sobre el mugriento y ametrallado suelo de un puente de Sarajevo, en el meridiano de la semana de un 19 de Mayo de 1993, y al igual que en aquel poema de Lorca, exactamente a las 5 de la tarde.
Las razones para aquello viajaron a 900 metros por segundo.
Al fin y al cabo, en las guerras, ese tipo de razones son las que sobran.
La paradoja, la macabra gracia de todo aquel asunto reside en que los puentes, como todo el mundo supone, nacen únicamente con la intención de unir, pero claro, se da el caso también, de que en las guerras, la cosa va de todo menos de eso.
Es más, va exactamente de lo contrario.
Y entonces los puentes se hacen saltar por los aires, se conservan, se blindan, se minan, los puentes se toman y se ganan a la fuerza o se pierden con sangre.
Básicamente en los puentes se mata.
Pues nada.
Que Bosko era Serbio y Admira era Musulmana. Una cuestión que en el Sarajevo de antes del 5 de Abril de 1992 no se suponía de vida o muerte. Pero después de ese día, tras ese breve instante común a todas las grandes tragedias, cambió la ley de la gravedad.
En realidad cambió todo, todo menos el amor que sentían el uno por el otro.
Eso se ve que no cambió.
Así que atrapados en la ratonera, en un campo de tiro de la artillería del Ejército Popular Yugoslavo, en una ciudad en ruinas, ambos amantes pensaron que la única manera de salir del infierno es atravesarlo.
Y ese maldito puente sobre el río Milkjacka era la única forma de hacerlo.
Ambos bandos, informados de la situación, tratando de demostrar que aún conservaban un mínimo de humanidad, decidieron hacer un alto el fuego. En aras del amor. Ya se sabe: se quieren, no llegan a los treinta, son civiles, los conocemos, ella era mi amiga, él era mi amigo.
Y los amantes decidieron confiar en aquella gente. Porque muchas veces ocurre que no hay más opción que esa, apretar los dientes, cerrar los ojos y confiar.
Y entonces sus figuras, sus siluetas aún juveniles, se perfilaron al atardecer sobre la piedra de aquel puente tan vulgar y olvidable, tan tosco y tonto, y sin embargo y chocantemente, ahora tan importante.
Mil ojos los observaban. Eran las miradas de antiguos compañeros de Universidad, de la escuela,
de muchas fiestas nocturnas, y de algunos bailes de verano. Bastantes de ellos, mientras sostenían un arma en sus manos, observaban como aquella pareja trataba de salir de una colosal pesadilla para alcanzar lo que no era nada más que un modesto sueño. Más de diez, más de veinte, quizás más de cien de aquellos
soldados que los seguían con la mirada, sin duda, conocían sus nombres.
Nadie disparó. Ese era el pacto.
Hasta que alguien, por lo que fuese, no estuvo de acuerdo. Y dijo, y pensó, y sintió y gritó: “¡Al diablo!”.
Un hijo de puta cualquiera, un amigo cualquiera jugando a ser enemigo, apretó el gatillo de su Dragunov y le voló la cabeza a Bosko, que cayó fulminado como un muñeco antes de escuchar incluso el sonido de la detonación.
La cortesía duró hasta que se acabó, porque unos segundos después, con el tiempo suficiente para que ella tomase conciencia de lo que había ocurrido, le llegó el turno a Admira.
Pero a ella la bala no la mató al instante. Se desplomó también, pero ni murió ni tuvieron la delicadeza de rematarla. Así que con un hilo de esperanza aún en su corazón se arrastró durante dos largos minutos como un perro malherido hacia el cuerpo inerte de la persona, que hasta hacía unos momentos lo era todo para ella, y que ahora ya no era nada.
Y con su último suspiro agónico colgando sobre la cornisa de su vida, gastó el gesto final de sus gestos en abrazarlo. Así fue y allí se quedaron.
A la vista de todos, tendidos en el suelo, fundidos en un abrazo inerte en aquel puente y en aquella ciudad.
Quietos, muertos, solos.
Durante seis largos días. Comidos por las moscas.
Hasta que superados al fin por la vergüenza, sus amigos, sus conocidos y ahora enemigos, tras negociar una tregua, retiraron los cadáveres.
Esta vez nadie disparó. Esta vez no se dispararon entre ellos.
Curiosamente cuando por fin les sobraban los motivos para hacerlo, no lo hicieron.