“He estado hablando de Solaris, sólo de Solaris y de ninguna otra cosa. Si la realidad te hace daño, no tengo la culpa. Por otra parte, después de lo que has pasado, ¡ya puedes escucharme hasta el fin! No tenemos necesidad de otros mundos. Lo que necesitamos son espejos”
“Solaris. Stanislaw Lem”
Hubo un tiempo en el que Penamoa fue el fin del mundo.
La caprichosa embajada del infierno en la ladera de un monte de una ciudad de provincias. Fuego, día y noche. Sólo había llamas y humo entre hombres, basura, jeringuillas y ratas. Y un hedor que se quedaba contigo durante días, como si parte de tu alma se pudriese al pisar aquellos caminos repletos
de baches y papeles de plata que titilaban en el suelo como estrellas derribadas. Y A Coruña desde allí, a sus pies sucios, pobres y raídos, se contemplaba siempre orgullosa, majestuosa y ajena. Como la luna. Tan lejana. Y las ruedas quemadas, y las almas condenadas, y los perros de pelea, y los muertos y los peregrinos del caballo en su incesante trajín. Todos desfilando como una Santa Compaña hecha jirones. Que caminaban en silencio sosteniéndose sobre huesos desconchados y escombros de familias rotas. Humildes o ricas. Veías pasar, con la mirada hueca y extraviada, a la sombra de lo que había sido tu mejor amigo en la infancia y al que hacía años que no llamabas. O al abusón del patio del colegio, el más fuerte de todos los niños, al que odiaste y temiste, y que sin embargo ahora, inmerso en un penoso ascenso a aquel sórdido reino de hades, se ve incapaz de sostener el peso del aire sobre sus hombros.
Todos llegaban, y tal vez, al despuntar la mañana, no saliesen nunca. Y quizás apareciesen muy quietos y muy fríos, como rocas frías sobre el polvo. Con las venas envenenadas y las pupilas rotas.
Hubo un año en el que los fotoperiodistas de esta ciudad hacíamos de corresponsales en aquel averno casi a diario. Nos dejábamos caer por allí para documentar los desalojos, los incendios, las peleas y los cadáveres que salpimentaban la amable información local de los periódicos con aquella chispa de miseria. Tan incómoda, tan cruda, tan indigesta y cotidiana, que nos aproximaba al lector sin artificios, sin vendas ni frivolidades. No me atrevería a asegurarlo ahora, pero sin duda, por aquellos tiempos, nuestro reino era de este mundo.
Así que, en infinidad de ocasiones, al presentarse el alba, resignados y a la vez presos de la excitación de toparnos por fin con “la foto”, nos uníamos a aquel caudal de futuros muertos y nos diluíamos entre ellos, con la mochila cargada al hombro y con mucho silencio entre los labios. Sin aspavientos. Mejor siempre a pie. El coche quedaba aparcado en la imaginaria frontera delimitada por la maderera Montero y los confines de a Moura y el Ventorrillo. Con el tiempo, uno descubre con cierta tristeza, que siempre existen muchas y variadas puertas para llegar a los infiernos.
Y es que, de allí, mi cámara y mi mirada, han visto salir bolsas y bolsas de basura repletas de billetes con varios ceros, políticos de calado nacional salir huyendo bajo un aguacero de piedras y palos, cadáveres que pesaban menos que las sábanas que los cubrían, e incendios de enormes pilas de plásticos y neumáticos, cuyo apestoso y denso humo negro, alzándose en columnas infinitas sobre el Monte de Bens, recordaban a los hermanos pobres de los pozos kuwaitíes engullidos por las llamas durante la Guerra del Golfo. Menudo panorama.
Es cierto que los moradores de aquel poblado, a los reporteros gráficos, al principio nos trataban con bastante hostilidad por razones obvias. Siempre había que llamar a algún patriarca o a algún contacto antes de adentrarte allí para hacer fotos. Pero con el tiempo, y como el roce hace el cariño, cumpliendo ciertas reglas no escritas basadas en el sentido común de saber que estás retratando un mercado de la droga y un agujero negro de miseria, a los más veteranos de los turistas, nos resultaba relativamente sencillo movernos por determinadas zonas del lugar.
El día que derribaron la última de las chabolas, todos los fotógrafos estábamos allí. Entre excavadoras, antidisturbios, yonkis despistados, animales abandonados y toneladas de mierda. Muchísimas toneladas de mugre, barro y madera podrida. Y ropa, tanta ropa. Cientos, miles de camisetas, pantalones, bragas y calcetines agujereados y muertos. Vestigios de una civilización enfermiza. Jose, fotógrafo de EFE, advirtió un tanto alarmado a Moncho Fuentes, también mítico del gremio, que tenía una pulga en el cuello del tamaño de una canica. Tras sacudírsela, pudimos observarla pataleando sobre el roñoso suelo y no dábamos crédito. La evolución había tomado nuevos senderos en aquel lugar. Como en la zona de exclusión de Chernobil.
La última imagen que captamos de aquel cataclismo humano fue la de un hombre y una mujer plantados en el medio y medio de la nada. Rodeados de escombros. Sin mucha idea de a dónde ir. Ella, un tanto aturdida, farfullaba quejas incoherentes. Él, en áspero silencio, permanecía acomodado, muy tranquilo y calmado, en plena digestión de su incierto destino.
En el fondo, simplemente se le percibía muy solo y muy callado. Sentado sobre aquella cochambrosa bombona de oxígeno que, hasta aquel momento, lo había mantenido con vida.