La semana discurre lenta, como los pasos que estos días transitan las calles de muchas ciudades. La semana discurre entre aguas y vientos fríos. La promesa de disfrutar de unos días de vacaciones al sol, paseos por la playa y terraceo, se desvanece. Es primavera, pero el refrán ha hecho sus honores y “en abril, aguas mil”. Toca aceptar.
De aceptar, va una conversación que mantuve con el equipo, en ese ritmo tranquilo que nos ha permitido la agenda esta semana.
A veces insistimos. Insistimos incluso cuando ya sabemos, muy dentro, que la puerta que habíamos escogido no se va a abrir. Que por más que toquemos, empujemos o esperemos, del otro lado no hay nadie, o no hay lo que esperábamos. Pero nos empeñamos. Porque nos educaron en la idea de que rendirse es fracasar. Y aceptar, nos dijeron, era eso: rendirse.
Durante mucho tiempo yo también lo creí. Pensaba que aceptar era claudicar. Que quien acepta es quien ya no lucha. Pero no. Con el tiempo —y con alguna que otra experiencia en la piel— he aprendido que aceptar es otra cosa. Es una forma de cambio. Es el gesto más silencioso, pero también el más valiente. Porque aceptar, en realidad, es cambiar de estrategia cuando la puerta está cerrada.
Aceptar es mirar la situación con honestidad y decidir que no voy a seguir empeñándome -bonita palabra, ¿empeñar a cambio de qué? ¿unas cuantas monedas? -. No porque no me importe, no porque no lo hubiese intentado, sino porque entiendo que no todo depende de una. Que a veces, por mucho que duela, toca soltar. Soltar lo que no es. ¡Gran lección!
Eso no significa renunciar a mis deseos, a mi forma de observar el mundo, sino quizás cambiar el camino para llegar a ellos. Respetar a las personas como son y no como queremos que sean. Redibujar el mapa. Probar otra llave. Buscar otra puerta.
Aceptar no es abandonar el sueño, es dejar de forzarlo.
Cuesta, no nos engañemos. Aceptar tiene algo de duelo. Implica despedirse de una idea, de una expectativa, de una versión de lo que creíamos que iba a ser. Y los duelos son enemigos de las prisas. Requieren pausa, tiempo, ternura. Requieren que nos dejemos sentir. Que miremos el cierre sin rabia, sin dramatismos, sin culpa.
Aceptar también implica confiar. Entender que lo que no fue, tal vez no tenía que ser, o no tenía que ser así. Confiar en que la vida no se detiene cuando una puerta no se abre. Que hay más caminos, más opciones, más posibilidades. Pero para verlas, primero hay que dejar de mirar fijamente esa puerta cerrada.
Aceptar nos regala claridad. Nos devuelve la energía que teníamos atrapada en la obstinación. Nos permite respirar. Y, poco a poco, mirar alrededor. Porque, muchas veces, cuando dejamos de insistir, nos damos cuenta de que la puerta que tanto queríamos no era la única. Ni siquiera, a veces, la que más nos convenía. Quizás no se trata tanto de abrir la puerta correcta, sino de aprender a construir nuestra propia entrada. Y eso solo lo podemos hacer desde la aceptación.
Aceptar no es un acto de resignación. Es, muchas veces, el primer paso hacia la libertad.
En ese gesto silencioso de soltar, se abre algo nuevo. No siempre de inmediato. A veces hace falta esperar, transitar el vacío, reorganizar el alma. Pero llega. Llega otra puerta. Otra posibilidad. Otro camino que no habríamos visto si no nos hubiéramos detenido antes.
Aceptar, entonces, es también una forma de empezar. Una forma de decir: esto no, pero yo sigo. Esto no, pero yo me elijo. Esto no, pero hay vida más allá. Cambio de estrategia.
Que nadie se asuste, no es momento de renuncias, simplemente comparto una reflexión que surgió en voz alta, una conversación de las muchas e interesantes que surgen en nuestras pausas laborales.
Como comentó en una entrevista Michael J. Fox: “La aceptación es liberadora, porque una vez que aceptas una situación, puedes encontrar la manera de superarla”.