Hasta las narices

Cada día que pasa y que nos pasa lo que nos pasa, me viene a la cabeza aquel texto constitucional que se aprobó en 1812. Aquella Constitución española que pasó a la historia como “la Pepa” recogía, negro sobre blanco, la obligación de los poderes públicos de procurar la felicidad a los ciudadanos. 
 

Si miramos aquel texto fechado en el siglo XIX, podemos pensar que está trasnochado, antiguo, hasta caducado si les parece. Pues para mi no, está vigente en su espíritu y la decadencia del tiempo ha conseguido que cosas tan fundamentales como la felicidad de la ciudadanía hayan pasado a un quinto plano en las prioridades de nuestros gobernantes. Hoy es muy difícil ser feliz, cada día los medios de comunicación nos recuerdan todas las desgracias que padecemos y alguna nueva. Hemos pasado de vivir a sobrevivir, de pensar en el futuro a batirnos en duelo con el presente, de ser protagonistas de nuestra historia a ser marionetas en manos de otros que, a su antojo, juegan con nuestras vidas sin la mínima empatía. Ya no hace falta que nos equivoquemos para que seamos penalizados, ahora otros se equivocan por nosotros y nos penalizan sin piedad. ¿Acaso decidimos nosotros meternos en una guerra? ¡Pero si ni siquiera nos consultaron! 
 

Pero eso ya da igual, estamos donde estamos y pagamos las consecuencias de decisiones erráticas que empeoran y destrozan nuestras vidas. Y la inflación, ¿la generamos nosotros? ¡Tampoco! Pero, eso sí, la sufrimos y la pagamos. Curiosamente los que dicen defender a las “clases medias y trabajadoras” nos cargan la mochila hasta la extenuación y por eso todas las soluciones de un gobierno desnortado y superado por la situación pasan por nuestro recibo de la luz, del gas o de los combustibles, incluso de la hora a la que podemos poner la lavadora, ponernos una corbata o calentar nuestras casas. 
 

Todo, absolutamente todo, lo pagamos nosotros con nuestros menguados sueldos o con los subsidios que se reparten desde el gobierno y que también pagamos los mismos. El cabreo en las calles es enorme, casi tan grande como la impotencia que sentimos ante tan magna injusticia. 
 

Ya no es un problema de ser de derechas o de izquierdas, es una cuestión que afecta a la estabilidad de nuestras familias, a la despensa de casa, a la ropa de nuestros hijos. Dicen que tenemos que bajar consumos, ¿más? Cada vez que se enciende una luz en una casa todas las miradas se dirigen al que apretó el interruptor con una cara que significa ¡pero qué haces! Y créanme, no se trata de que nos hayamos vuelto ecologistas en unos días, es que el miedo a la factura de la luz nos paraliza. Los coches se usan para cosas inevitables porque a ver quien se atreve a repostar, pero claro, comer tenemos que comer y vamos mirando precios por las estanterías de los supermercados para meter en la cesta de la compra esas marcas blancas que nos permitan llevar un plato de comida a la mesa, con eso nos conformamos. 
 

Lo más alucinante es escuchar a los miembros del gobierno hablar del “estado de bienestar” y de la protección de las “clases medias y trabajadoras”, esto ya hiere, nuestra paciencia está agotada y los españoles estamos ¡hasta las narices!

Hasta las narices

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