Tiene su poética lacustre, el reflejo horadado en la historia misma de la Hispanidad en la que sobrenada con el apelativo claro de La Laguna, espejo fiel de un pasado acuoso y hermoso: Aguere, en aborigen guanche. Lo tribal se engarza con lo global, tras una evolución natural de lo volcánico al vergel, a la exuberancia. La línea de flotación de la moderna urbe parece determinada por lo bello del paisaje, lo moderado del clima, y el buen hacer de los anfitriones, sus habitantes. Todo se superpone para sorprender hasta la exageración, parece intangible pero lo milagroso es que es real.
Ser para seres. La tierra evolucionó, se transformó para permanecer como paraíso primigenio vanguardista, enriquecida por las aportaciones del racional formado, que a su vez incorporó arquitecturas genuinas, en un modelo convivencial genuino. La Laguna, con Canarias toda, contribuyó a la anunciación de Iberoamérica al mundo. Con España le otorgaron a América una fe, un horizonte, un destino de esperanza, una cultura, una lengua, un modo de ser lento y hermoso y una universalidad modélica, propia de aquellos lugares en los que las estrellas se observan con la nitidez de la propia vida, con la humildad de los mortales, con la necesitad de ver más allá del relativo Non Plus Ultra, oteando por encima de las Columnas de Hércules, rompiendo límites y fronteras, como símbolo también de excelencia y perfección.
La geografía, entre el macizo de Anaga y el monte de La Esperanza, se acomoda en el edén lagunero, en una extensa vega rodeada de montañas. Cobija desde 1531, por orden de Carlos V, una ciudad que había nacido como como villa, allá por 1496, en los albores coloniales. La Muy Noble, Leal, Fiel y de Ilustre Historia, Ciudad de San Cristóbal de La Laguna, sintetiza en su lema a la también llamada Ciudad de los Adelantados, por haber tenido en ella su residencia uno de ellos, Alonso Fernández de Lugo, hidalgo y conquistador castellano responsable de la incorporación definitiva de las islas Canarias a la Corona de Castilla en el siglo XV. Según dicen, él fue el que trazó las primeras calles de la ciudad.
La Florencia de Canarias, sin duda también la Atenas, cuna de la Ilustración, La Laguna, fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1999 por ser ejemplo único de conjunto histórico arquetipo de la «ciudad-territorio», paradigma primero de ciudad colonial no fortificada y precedente directo de las nuevas fundaciones americanas. Fue trazada a partir de un complejo proyecto, basado en principios filosóficos, realizado gracias a los conocimientos de la navegación, la ciencia de su época.
El plano de la ciudad tiene un significado simbólico y se interpreta como una carta marina o un mapa de constelaciones de la época. Su trazado original, del año 1500, ha permanecido intacto desde su creación. Conserva en buen estado cerca de seiscientos edificios de arquitectura mudéjar. Por ende, La Laguna es un ejemplo vivo del intercambio de influencias entre la cultura europea y la cultura americana, con la que ha mantenido un vínculo constante. No es casual que en ella radiquen la prestigiosa Universidad del mismo nombre, el Hospital Universitario o el Instituto Universitario de Bio-Orgánica; el Consejo Consultivo de Canarias –mi amigo Aureliano Yanes puede contárselo con detalle–; el Aeropuerto de Tenerife Norte, el Instituto de Astrofísica de Canarias, la diócesis de Tenerife o el Instituto Superior de Teología de las Islas Canarias Virgen de Candelaria. La vida, la investigación, lo trascendente, lo profano trascienden de lo cotidiano para elevarse casi en magia, en una brisa deseada.
Y cual un todo, la urbe se ha visto crecer a sí misma como un monumento perfectamente engarzado de singular belleza, concebida con trazos rectos, calles llanas, derechas, limpias como una patena, en las que transitar con pasos sosegados, predispuestos al asombro, a la admiración sosegada. La urbe creció con un orden único y elevado, medró contenida hacia el cielo, un homenaje a la creación y a la creencia, lo hizo en con sus conventos, iglesias, museos, teatros, palacios, cafés, edificios administrativos, casino, edificios con sus patios y con su arreboles, esculpidos además por las luces del sol, asombradas por dragos y palmeras. Y todo hasta erigirse en un armonioso conjunto, una caja de alhajas, un tesoro.
El relato ha de caminar también con ritmo cadencioso, anticipo de toda exaltación. La narración enumera, requiebra esquinas y se enriquece a cada paso como representación de la historia de célebres hijos, pues la ciudad fue cuna de descubridores, de notables escultores, pintores y arquitectos, incluso lo fue de un Santo, San José de Anchieta, el único canonizado nacido en La Laguna. Anchieta fue misionero en Brasil y fundador de São Paulo y uno de los de Río de Janeiro. Esta circunstancia llevaría siglos después hasta allí a mi amiga Nélida Piñón, Premio Príncipe de Asturias de las Letras. De ella me habló maravillas del lugar y de sus gentes. Yo llegué allí coincidiendo por casualidad con el día del Santo, para observar una procesión hermosa, como salida de los tiempos, como transportado por la magia de la amistad hermana. Lo hice invitado por el Skal Internacional de Tenerife, por Jorge Galván y Pilar Simón, para encontrarme en la ciudad de la bonhomía y de la amistad, entre cultos amigos, que me hicieron desfilar tras la tuna para celebrar un hermoso premio. En La Laguna el milagro es el momento. Un destino repetible. Alma, calma y disfruta.