Ante la catástrofe humana, económica y medioambiental causada por los incendios, solo me sale del alma recordar la elegía del poeta e historiador del Siglo de Oro, Rodrigo Caro, viendo las ruinas de Itálica: “Estos, Fabio, ay dolor, campos de soledad que ves”, cubiertos de ceniza y humo fueron verdes prados y frondosos montes, huertos alegres que amanecían con el canto de las aves y la vida se sembraba en surcos de esperanza y hoy son tierra yerma abrasada, calcinada por la ira desenfrenada del fuego.
Queda un negro paisaje después de la batalla. Donde antes había robles, castaños, pinos y praderas, hay un tapiz de ceniza que el viento arrastra como si quisiera borrar, con prisa cruel, la huella del pasado. Aquí al lado, Ourense, Zamora y León, provincias de paisajes recios y de gentes tenaces, están en el centro de un infierno que avanza más rápido que los medios que lo combaten.
La tragedia no es sólo el fuego, ese enemigo de cada estío, sino la certeza de que llegamos tarde, de que lo prevenible se volvió inevitable por la mano criminal de unos terroristas, por el abandono, por dejadez y por esa cadena rota entre lo que debería hacerse en invierno y lo que se improvisa en verano. Los montes llenos de maleza son como una mecha, los cortafuegos mal cuidados son inútiles y los medios aéreos y humanos, escasos y agotados, combaten jornadas enteras sin relevo. Mientras la burocracia y la política están más pendientes de avivar las llamas de la crispación en sus descansos vacacionales que de acudir al lugar de las catástrofes.
Los valientes vecinos, tantas veces convertidos en centinelas impotentes, ven cómo el fuego se lleva casas, animales, huertos, la parra que daba sombra a las sobremesas, el monte que marcaba el horizonte de la infancia… Arde el paisaje, pero también arde la memoria y cuando el humo se disipe quedará un silencio extraño: los pájaros que no vuelven, los ríos cubiertos de ceniza, los campos que ya no se reconocen…
Esto no es sólo un desastre estacional, es un fracaso colectivo reiterado. Por eso, si queda algo de sentido de Estado entre los políticos, que escuchen el clamor de la necesidad de un pacto que trascienda legislaturas y partidos. Un acuerdo firme que entienda que la prevención no es un gasto sino una inversión; que la lucha contra incendios no se libra sólo en julio, sino cada día del año; que la dignidad de las brigadas pasa por dotarlas de medios, formación, descanso y reconocimiento. Y que el monte necesita de un plan estratégico que supere el cortoplacismo electoral.
En la elegía de Rodrigo Caro sólo quedaban ruinas que recordaban lo que fuera Itálica. Tienen los políticos y todos nosotros la responsabilidad de que Ourense, Zamora, Extremadura, Asturias… no sean las nuevas ruinas de España, los “campos de soledad” que configuren el mapa del futuro lleno de cenizas.