Hubo un tiempo en que la vida no se exponía. Se vivía. Se atesoraban los momentos en la memoria o en alguna que otra fotografía. Sí, fotografías de esas que se saboreaban porque formaban parte de un proceso paciente que requería acabar el carrete, llevarlo a revelar –en casa, mi padre lo hacía directamente él, en blanco y negro–, recogerlas en su sobre junto a los clichés, y en el mejor de los casos, organizarlas en un álbum. Se contaba con suerte en una carta, en una sobremesa larga o en una llamada. El misterio era una forma de cuidado. Lo íntimo no era un secreto; era un lugar seguro.
Hoy, lo raro es no saber. Lo raro es no mostrar.
Vivimos en una época donde todo se dice, se fotografía, se comparte. La cena, el viaje, el éxito, el duelo. Hay una urgencia extraña por hacer público cada rincón de la vida como si necesitáramos confirmación constante de que existimos. Como si lo que no se sube a alguna red no existe. Como si ser visibles fuera la única forma de ser. No soy ajena a ello, soy asidua en las publicaciones y confieso, que no sólo por trabajo. Este año planteé una suerte de reto “365 días, 365 imágenes”, como si tuviera miedo a no recordar cada día, como si el álbum de toda la vida ahora se llamase feed.
La verdad, que en mis contradicciones internas –ya lo compartí en otro artículo– echo de menos el misterio. Las bambalinas. Lo que no se ve. Lo que se atesora.
Admiro a la gente que no tiene redes sociales. A quien viaja y no lo geolocaliza. A quien se enamora y no lo grita. A quien guarda para sí lo que aún está creciendo. A quien no necesita exponerse para saber que existe. Carlos es uno de ellos, aunque a veces irrumpo su discreción, con algún “robado” de momentos compartidos.
Estar en todo cansa. Saberlo todo agota. Demasiada luz, ciega.
Recientemente aprendí dos conceptos muy en línea con todo esto: FOMO y JOMO. ¡No hay como rodearse de gente joven!
Durante años nos vendieron el FOMO como si fuera algo inevitable: Fear of Missing Out. El miedo a no estar en la fiesta, a no ir al evento, a no contestar al meme a tiempo. El miedo a quedar fuera, a que hablen sin ti, a que pase algo –lo que sea– y tú no estés. Lo curioso es que, actualmente se está recorriendo el camino contrario. A buscar el silencio. A desear la cancelación de planes. A celebrar los espacios donde no hace falta estar. El JOMO: Joy of Missing Out. La alegría de no estar. De no participar. De no saber. De no opinar. De no ser parte de todas las conversaciones. Creedme que me lo estoy planteando.
No es desconexión, es cuidado. No es aislamiento, es pausa. Recuperar el silencio como refugio.
Volver al misterio no es desaparecer. Es elegir lo que compartes y con quién. Es saber que hay partes de tu vida que solo te pertenecen a ti, y eso las hace más tuyas, más ciertas, más valiosas. Porque lo que no se muestra no se contamina. Porque lo que no se dice, a veces, se cuida mejor.
No es fácil. Al menos a mí no me lo resulta. Pero empiezo a pensar seriamente que vale la pena. Que esos momentos no compartidos en ventanas públicas preservan la magia de lo íntimo. Que las palabras frente a frente son objeto de menos malinterpretaciones o manipulaciones.
Huyamos del concepto que subyace en el libro Los Reyes de la casa de Delphine de Vigan “¿Y si la vida privada no fuese más que un concepto anticuado, obsoleto o, peor incluso, una ilusión?”, permitámonos recuperar la vida privada de verdad, la íntima, la que no se expone, la que se puede envolver de misterio. Me lo aplico.