Ruido, mucho ruido

Todavía hoy, de vez en cuando, podemos escuchar aquella amarga canción de Joaquín Sabina que alude al desastrado final de una separación (matrimonial, de pareja o de provisional arrejuntamiento como “ruido, mucho ruido...”) cuando ya no queda sino el habitual tirarse los trastos a la cabeza con la consiguiente trifulca casera. Qué tendrán ciertas cosas de la vida que a veces duran tan poco.


Con el ruido pasa entre nosotros como con la vivienda: son ambos problemas sin resolver; todo lo contrario, empeoran, se agudizan. Ayer mismo, ¿quién podría imaginarse que cualquiera iba a ocupar nuestra vivienda y, sin que se cayera el mundo, tendríamos que soportar el expolio sin poder recurrir a nadie, porque la legislación gubernativa apoya a los intrusos que, además, se burlan del dueño legítimo al que, años después, y con suerte, le entregan lo que queda de su propiedad, pero mugrienta y hecha unos zorros? Pues bien, situaciones tales se prodigan hoy para desesperación solo de los afectados, mientras la sociedad, pasiva y egoísta, cree que a ella eso no puede pasarle. Pero volvamos al ruido. 


Con el ruido, un mal que afecta gravemente nuestra salud, seguimos  conviviendo aquí, allá y acullá. Es un claro síntoma de la general falta de educación ( pero, ¿quién educa hoy?), y, sobre todo, de nuestra despreocupación por los demás, moneda corriente de trato entre bravucones, supremacistas de pacotilla, gentes que desprecian la convivencia y rechazan cualquier norma de buena conducta. El grito, el alboroto, la vocinglería, la gestualización agresiva son muestras de la progresiva degradación del civismo, del respeto en el trato cotidiano entre las gentes que ya empezamos a percibir desde una infancia que tiene acogotados con mil caprichos y exigencias a sus progenitores. 


Por si fuera poco, los medios oficiales, a través de obras públicas, de celebraciones que son puro ruido – que no música – de una inconcebible permisividad ( a cualquier hora del día y de la noche ) o de un tráfico  urbano instalado en la ley de la selva, contribuye sin disimulo a estas situaciones más que molestas para cualquier pacífico paseante que se ve así acosado. Y qué decir del sector de la constucción de la vivienda, en el que la precariedad de los materiales resulta inútil ante cualquier defensa  frente a los ruidos internos o externos sin que una inspección serie sancione trampas y estafas en este próspero terreno. Uno va a un café, a un bar, a sentarse en un modesto banquillo, a cualquier oficina o a la casa del  vecino y los ruidos mandan, a gritos y decibelios, desde el veraniego  televisor hasta los altavoces del chiringuito o el desmadrado vociferio sin el que muchos, al parecer, no saben vivir. 


Hace algún tiempo, informaba la prensa de una señora de Santiago a  quien le costó más de ocho años resolver el problema de los ruidos de un vecino. Otros, víctimas de los abusos de noches de alcohol y droga en barrios y calles, han tenido que vender sus viviendas. En fin, hasta algunosgrupos de peregrinos jacobeos se hacen notar con cánticos (etílicos o no) en horas y lugares inapropiados. Todo vale, nunca pasa nada. 
¿Qué ocurre? Pues – creo yo – que hoy está de moda el visualizarse,  el hacerse notar, el “aquí estoy yo” de forma hasta enfermiza y desde luego impertinente a base de anunciarse con ruido, toda clase de ruidos, para que se enteren todos; a voz en grito , hasta reventar los tímpanos. Y luego uno los ve y los oye y no sabe si reír o llorar ante espectáculos grotescos y vulgares hasta la saciedad. Pero eso sí, ruidosos; los demás que aguanten. En eso seguimos.

Ruido, mucho ruido

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