La sed del tenor

lama a algunos la atención que un hombre deseado y requerido por tantas mujeres, cual al parecer era el Plácido Domingo de los 80 y 90 del pasado siglo, perdiera el oremus por desear y requerir hasta el acoso a aquellas que no le deseaban ni requerían. Llama la atención, pero no debería llamarla, pues el poder, esa sed que nunca se sacia, lamina no sólo el respeto debido a los demás, sino el debido a uno mismo.
De ajustarse a la verdad las recientes declaraciones de nueve excompañeras artísticas del tenor español, que le inculpan por acoso sexual en hechos acaecidos hace varias décadas, éste habría usado su poder como director de teatros de Ópera y de máxima y reverenciada estrella del género, para intentar acceder sexualmente a aquellas, consiguiéndolo, al parecer, en un par de ocasiones, y vengándose, en forma de trabas en sus carreras, de alguna de las que resistieron su lúbrico asedio. De ser cierto lo que afirman hoy las cantantes y la bailarina en sus tardías denuncias, Plácido Domingo, que en ninguno de los casos llegó, según los propios relatos inculpatorios, a la agresión sexual ni a la violación, era un baboso. Un baboso con poder.
El tenor hoy objeto de comprensible escrutinio, pero también de condenas y de absoluciones precipitadas, pues unas y otras se fundamentan en lo puramente creencial, no ha negado, en una también precipitada nota, los hechos, bien que atribuyéndolos a un libre consentimiento que, por su preeminencia, su poder, no puede sino ponerse en cuestión. Pero lo más curioso del comunicado del intérprete es el argumento que esgrime, no sé si de una manera perversa o inocente, para justificarlos: hoy las cosas han cambiado mucho, pero en aquellos tiempos era así, se veían normales, ha venido a decir el cantante.
Si se equivocó y devino en baboso acosador no se puede saber a ciencia cierta, pues ni hubo ni hay denuncias judiciales ni, en consecuencia, modo garantista de dilucidar la verdad, pero que se equivoca ahora cuando sugiere que las cosas, estas cosas, han cambiado mucho, de eso no cabe, tristemente, la menor duda: el uso del poder para doblegar la voluntad, siquiera para intentarlo, sigue tan vigente como cuando Plácido Domingo, en el cénit de su gloria profesional, perseguía rijosa y desatentadamente a cantantes y bailarinas en los 80 y 90 del pasado siglo, según lo que cuentan ahora las afectadas.
¿Machismo? Sin duda. Pero aquí, en éste caso, primaría, o lo accionaría, el poder. Esa sed.  

La sed del tenor

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