Suele pasar que las lúcidas ideas de grandes figuras de la historia se vean ensombrecidas por vidas cargadas de incongruencias. Pero también se da el caso contrario, como el de Emilio Faro Piñeiro, un hombre que llevó sus ideas a todos los ámbitos de su vida e incluso más allá de un charco que tuvo que cruzar para abandonar un país plagado de prejuicios que no le dejaba vivir ni con su pensamiento ni con su corazón.
Faro nació el 29 de junio de 1922 en el seno de una familia humilde y en muchas ocasiones tuvo que ingeniárselas para buscar cobijo al hambre y al frío. Unas circunstancias que, lejos de adormecerla, alimentaron su percepción de que el mundo no era como tenía que ser y sus ganas de saber cómo podía cambiarlo.
En la España empobrecida de los 40, en la tierna veintena, de una mujer que le doblaba la edad. Un cuarto de siglo de diferencia separaban a Emilio y a Antonia y millones de tabúes a los que pusieron, océano de por medio. Partieron rumbo a Venezuela en 1945. Emilio Faro, con 23 años de edad, comenzaba con aquel viaje una nueva lucha: La de la “morriña”. Y con recuerdos aprendió a construir su nueva patria en un exilio que era mucho más que político.
Trabajó como jefe de mantenimiento de los edificios públicos en Caracas, a donde posteriormente le seguirían sus hermanos Carmiña, Tucho, Rafael, Ángel y Moncho, que fallecería al poco en un accidente laboral.
muy apegado a galicia
Las ideas de Faro crecieron en el país caribeño apegadas a un enorme arraigo a su Galicia natal. Como tal, fue un miembro activo de la Irmandade Galega, aunque el mando le duró poco entre unos compatriotas no tan avanzados como un hombre que era un autodidacta que podía pasarse horas hablando de Víctor Hugo o Pablo Neruda. Fue secretario general del Partido Comunista Español y también formó parte de la Internacional Latinoamericana. Pero nunca perdió de vista la lucha clandestina que se vivía en la España dictatorial y muchos presos de las cárceles franquistas recibían paquetes con alimentos y ropa fletados a miles de kilómetros por Emilio Faro. También contribuyó al mantenimiento de la sede del partido en Vilagarcía, ya durante la democracia.
Fue un hombre que nunca olvidó la salitre de su Vilaxoán natal y que enseñó a hablar gallego a su loro. Pero el amor por su tierra tenía sobre todo tintes solidarios y por ello siempre ayudaba a los que, como él, se veían obligados a dejar su patria. “Fue la mayor aportación que tuve en muchos años. Al llegar a Venezuela me recogió en sus brazos y me dio las primeras instrucciones para saber andar por ese país”, recuerda Carlos Deaño en el blog de O Faiado. Emilio Faro Piñeiro falleció el 18 de enero de 1983 dejando una larga estela de cariño y un ejemplo de vida.