Los hijos de Vladímir

Escolarizamos a nuestros hijos en la idea de dotarlos de recursos técnicos y amor por el conocimiento. Y ellos, quizá por primera vez, se rebelan con fundamento y nosotros nos enervamos sin razón. Para los hijos, el hecho de que depositemos en otros una parte de la exclusiva esfera educativa es algo que los desorienta, perciben en la cesión un toque de abandono y renuncia que los defrauda, ya no lo son todo para nosotros y nosotros no somos ese todo que imaginaban. Para los padres supone reconocer esa debilidad y asimilar que comenzamos a perderlos. Un drama con tintes Freud-shakespearianos que nos pone a ambos en pie de guerra más allá de la cotidiana batalla, frente a un enemigo que ya no somos solo nosotros y en un frente ajeno al ámbito familiar. Aún así entendemos que el fin, su autosuficiencia y la común redención, bien lo merece. Todo marcha de acuerdo con la exigencia natural y social, y lo acatamos, pero siempre dentro de un orden que guarda un sentido ético y de utilidad capaz de justificar el esfuerzo en aras de hacer de nosotros buenos padres y de ellos trabajadores cualificados y ciudadanos de bien.

Consumada la utopía, todo invita a imaginar un mundo amable con el hombre y la naturaleza, para un fin de común armonía que nos permita ser humanamente posibles, sin embargo, algo tuerce esa voluntad y los convierte en suculentos bocados de ajenos paladares o, aún peor, en ávidos paladeadores de ajenas voluntades.


Los hijos de Vladímir

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