Sangre, sudor, lágrimas y cubitos de hielo

Que la guerra iniciada por Putin nos iba a hacer sufrir era algo que intuíamos incluso antes de constatar que la cruel invasión de Ucrania por al autócrata ruso iba a ser mucho más duradera de lo previsto. No pocos dirigentes políticos advirtieron de que había que desempolvar la clásica frase de Churchill, ‘sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas’, aunque lo cierto es que ninguno de los cuatro elementos ha estado demasiado presente en las preocupaciones cotidianas de Europa hasta que hemos visto las orejas al lobo.
 

Y entonces se ha desatado una fiebre de ahorro energético que está provocando polémicas en muchos países sobre cómo hacer efectivo ese ahorro. Y aquí, el tema ha desembocado en el desdichado decreto del Gobierno español sobre cómo ahorrar, y las desdichadas reacciones que está produciendo. Hemos pasado, en tres semanas, del altanero ‘aquí no tenemos por qué cumplir las restricciones que dice Europa, porque hemos hecho los deberes’, al apagón de los escaparates y al tope en las calefacciones.
 

Europa es un continente muchos de cuyos habitantes habían olvidado lo que era sufrir un poco, tener las más mínimas carencias. Un tsunami inflacionista, directamente derivado de la guerra que Putin ha declarado no solo a Ucrania, sino a todo el Viejo Continente, ha recordado a los felices europeos, que miraban hacia otro sitio, el valor del agua caliente, de viajar cuanto quieras en tu automóvil, de poner la lavadora a la hora que más te plazca o de meter determinados caprichos en la cesta de la compra. O, ya que estamos, el valor de algo tan insignificante como llevarte a casa, con este calor, una bolsa de cubitos de hielo del supermercado, que ya vemos que escasea a causa, nos explican, del precio de la electricidad.
 

Y entonces, claro, cuando percibimos el riesgo que corre el estado de supremo bienestar en el que habita(ba)n las clases medias, mezclado con la ineptitud de algunos políticos para gestionar la crisis, es el momento en el que surgen las protestas generalizadas. Que no digo yo que no esté justificado clamar al cielo porque pongan los mismos topes obligatorios de gasto calórico a una pescadería que a una tienda de ropa, o al Pirineo aragonés que a Ecija: eso clama al cielo, sí, porque es impracticable, y las leyes que no pueden cumplirse están destinadas a promover el ridículo de quienes las promulgan y el cabreo de las buenas gentes que las padecen.
 

Otra cosa es que los ciudadanos, y los propios dirigentes, estén muy lejos de percibir que estamos en una economía de guerra y que el otoño va a ser al tiempo caliente y gélido, época de muchas renuncias. Aterrador. Mejor harían los gobernantes, en lugar de imponer ‘diktats’ que no van a poder hacer cumplir, en dedicar su valioso tiempo a explicar a la gente de la calle cuál es la situación real y que las cosas han cambiado dramáticamente en los últimos meses: volver a aquel alegre despilfarro, energético y no solo, de antes de la pandemia no del todo superada, aunque sí postergada, y de antes de la guerra que nadie calcula cuánto puede prolongarse, ya no va a ser posible.
 

Tardaremos mucho tiempo antes de recuperar aquel estado de superabundancia. Y el hombre que descansa -merecidamente, conste_en La Mareta habrá forzosamente de variar su discurso del ‘todo va bien y las perspectivas son aún mejores’. El sabe que eso, si alguna vez fue verdad, ha dejado definitivamente de serlo. Y, si no, que vaya a buscar cubitos de hielo al super, por no poner ejemplos más sangrantes, que vaya si los hay.

Sangre, sudor, lágrimas y cubitos de hielo

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