Niños viejos

hace dos o tres días mis entrañas se removieron con la noticia de que un par de niños pequeños habían sido encontrados desnudos deambulando por las calles de Madrid.

Lo primero que pensó esta servidora que a veces peca de ingenua, fue que ambos menores se habían escapado de su casa poco antes de la hora del baño y que, al carecer de rumbo fijo, se habían perdido. No podía pensar otra cosa o, quizás, no quería.

Pero esa ilusión no duró ni medio minuto. Los pequeños fueron encontrados por la policía y trasladados a un centro de menores de forma provisional, mientras un par de agentes se trasladaban a casa de los infantes y descubrían el estado en que vivían.

Juguetes revueltos entre basura y una mujer ebria mostraron sin censura ni pudor el peso de la desazón. Sordidez en estado puro e injusticia elevada al cuadrado, ya no solo porque esta situación se había repetido en más de una ocasión, sino porque la sociedad vive ajena a los problemas de sus vecinos.

Y me imagino a aquellos niños en la negrura diaria de aquel hogar enterrado en alcohol y, también, a aquella madre envuelta en un círculo vicioso del que no es capaz de salir porque, en el fondo, nadie la ayuda a hacerlo. Y no sabe, y lo intenta, y procura volver a empezar una vez tras otra, pero los problemas vuelven y ella tiene que volver a anestesiarlos.

No sabe que, como decía Chabela Vargas, por mucho que quiera ahogarlos, estos siempre acaban aprendiendo a nadar. Es inútil resistirse y tratar de encaminar sus pasos a la salvación de sus hijos porque en realidad sabe que no la hay para ninguno de los tres por mucho que ella lo intente de vez en cuando.

Nuestra sociedad se empeña en que nos examinemos de casi todo para poder ejercer de cualquier cosa, sin embargo, no existe ninguna prueba para capacitarnos como padres y, mucho menos, una inspección técnica cada dos años para que las autoridades competentes se aseguren de que seguimos gozando de las facultades óptimas para poder seguir adelante con nuestro proyecto de vida.

Pero los hijos llegan y también lo hacen a hogares enfermos o en vías de estarlo. Y esos pequeños, en la mayoría de los casos, se convierten en mayores con perspectivas distorsionadas. Seres marcados por vivencias tan duras como las previas a escapar de casa desnudos.

Niños cansados de serlo, de no poder jugar como el resto o de sentirse amenazados. Pequeñas personas desesperadas en lo que se supone que es la sociedad del bienestar. Voces silenciadas en casas de acogida. Taras tapadas para poder huir hacia delante. Porque, una vez que nos arrojan sin permiso a este mundo, no tenemos más remedio que continuar. Cueste lo que cueste o dure lo que dure.

Pequeños que no saben serlo porque, en realidad, nunca pudieron permitírselo y nadie supo enseñarles. En la mayoría de los casos, las drogas, el alcohol o las perversiones son la cara visible, pero no hay que olvidar que tras ellas se esconden terribles problemas que devoran a diario a mentes atormentadas que han tenido a bien traer hijos a este mundo.


Niños viejos

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