De golpe, suena la marcha imperial en mi móvil. Y es que John Williams, en los años 70, compuso a conciencia ese leit motiv para subrayar la aterradora y siniestra presencia en pantalla de Darth Vader, y la ineludible llamada telefónica de mi redactor de sucesos.
Estoy aparcado en un descampado, en algún lugar de algún sitio, con la puerta del coche abierta tratando de no asfixiarme, peleando con el bochorno y el ordenador mientras trato de enviar unas cuantas fotografías de Pedro Sánchez. Pero no, no el Pedro en el que tú estás pensado. Este Pedro es el nuevo fichaje y desequilibrante delantero del Deportivo. Sí, lo sé. Pero el Dépor hizo, hace y hará siempre cosas así. La explicación a muchas cosas suele constar en el manual de instrucciones.
Le lanzo una pelota de goma a mi perro, el incansable e icónico Bruce, que se tira en persecución de ella como un rayo, mientras sigo tecleando en el portátil ajeno a la melodía del teléfono.
El tono de llamada no cesa, se reitera, y se reafirma, y la insistencia y la perseverancia que demuestra, confrontado a mi colosal indiferencia, comienza a resultar admirable. Sin duda, el acto encierra en sí mismo una tenacidad, una obcecación y una firmeza, que permite intuir preocupantes dejes patológicos. Llama, llama y llama.
Cedo al fin, aparto el ordenador al asiento de copiloto y contesto con un tono de amargura y resignación. Bruce me trae la bola de regreso y con ágiles movimientos de rabo me exige un nuevo lanzamiento.
“¿Qué demonios te pasa ahora?”, y sacudo el brazo soltando la esfera. “Exactamente eso”, responde como si le hubiese lanzado la pelota a él y no al perro, “Estoy con demonios. Necesito que vengas a fotografiar un ritual vudú en la Zapateira”
Tras escuchar tal disparate, automáticamente cuelgo, echo mano al ordenador, susurro “puto chiflado” y sigo a lo mío. Hasta que Darth Vader hace acto de presencia nuevamente con su melodía a cuestas.
“Te juro que aquí hay los restos de un ritual vudú, incluso hay una cabeza de una vaca cortada”, asegura, clama, promete y ruega.
En fin, tras unos segundos de reflexión, resoplo y acato la estulticia de mi vida. Afino los labios y silbo. Bruce, mi inseparable Milú de provincias, se sube de un brinco al coche y no tarda demasiado en echarse a dormir al tiempo que conduzco echando pestes hacia un temible hades de verbena.
Cuando aparco, contemplo con curiosidad a mi célebre redactor junto al vecino del lugar que, dirigiéndose a mí, señala con contagiosa ansiedad el cierre de una finca. Asiento con la cabeza, levanto el pulgar y le sugiero a mi can: “tú quédate aquí, mona, estos dos son peligrosos”. Salgo del coche y me aproximo con trotar incrédulo a un par de tipos embriagados por la excitación de lo ridículamente insólito.
“Está todo allí detrás: velas, sangre, cabezas cortadas”, describe el hombre tratando de transmitir una impostada serenidad, mientras, a su vez, el plumilla no pierde hilo y anota todo en una andrajosa libretita.
“Pues no veo nada. No soy tan alto. Se supone que, tras ese muro, en ese chalet, hay los restos de un ritual vudú, ¿no?, ¿lo he entendido bien?”, enfatizo con obvia y lógica desconfianza.
“Magia negra”, confirma mi redactor,” oscura y diabólica”, matiza el vecino antes de informarnos de antiguos y reiterados rituales de chichinabo, “estoy francamente acojonado. Y no es la primera vez. En otra ocasión, la señora con otro tipo, un santero, degolló a una gallina”
Chasqueo la lengua y busco con mis ojos los ojos del redactor. Ni se inmuta. En sus pupilas intuyo que se lo está pasando en grande. El abismo me devuelve la mirada. “Vale, de acuerdo”, sentencio haciendo malabarismos con mi paciencia,” traedme una puta escalera, hago la foto y me largo de aquí antes de que me entren ganas de degollar pollos”
El señor, muy servicial y presuroso, sitúa ante mí una escalerilla de aluminio de dudosa consistencia. Bueno, mejor la muerte que esto. Así que, sin perder un segundo, me elevo sobre el muro, monto el 70-200 y le sacudo unas cuantas fotografías a aquel bodegón de película cutre de serie z. Una repugnante cabeza de vaca recubierta por enjambres de moscas, unas rosas falsas y unas velas del chino. Fascinante.
“Listo. Os recomiendo a los dos, que hoy por la noche, durmáis dentro de un círculo de sal. Hay que proteger a los demonios de vuestra demencial presencia”, zanjo el asunto así, mientras mi redactor hace oídos sordos y se frota las manos armando ya en su cabeza una lisérgica noticia.
Al montarme en el coche observo a mi perro está erguido, en tensión y mirándome fijamente. Sin duda puede oler el pestilente cráneo de carne bovina que adorna el jardín de la casa. Tras unos segundos que se dilatan como el mercurio bajo el sol, Bruce se relame. Dos veces.
Frunzo el ceño, lo señalo amenazante con el dedo mientras giro la llave de arranque del coche y por fin termino la narración. “Ni lo sueñes”