La momificación es el más sofisticado de los ritos con que honrar a nuestros muertos. Práctica habitual de civilizaciones remotas, avanzadas y en algo sensibles, como la egipcia, chinchorra, guanche…
Nada que ver con el necrófilo acto celebrado recientemente en el Parlamento, con ocasión de renovar los socios su adhesión al dogma de Sánchez.
Un acto funerario anaeróbico, privado, propio de hampones, porque no se buscaba mostrar respeto al difunto, por cargo o condición, tampoco resucitarlo como a Lázaro, sino sostenerlo como al Cid, para hacer de él un algo utilizable y para ese fin asearlo ocultando las miasmas a que aboca este nefando suceso.
Ante lo grotesco del rito, procede recordar la canción ‘Adivina adivinanza’, de Sabina y Krahe, ironizando el sepelio del dictador. Parafraseándola, decir. Duró dos legislaturas sin color. A su entierro acudieron, san Sabino de la raza, un rubicundo Rufián invocando a Cerdán, doña Isolda de Ferrol con sus sumas y llevadas, un Podemos redentor, un dragón con carita de Pepedemón, un general con sable de fiscal y un fiscal general del constitucional. Plañiendo la badana, el padre Feijóo y un Viriato disfrazado de gladiador. A su lado, los mendicantes que tienen en la momia a su proveedor.
Asidos todos a los hilos de la tramoya de ese ser momificado a mayor gloria del guiñol español.
La pirámide en Moncloa hospeda al faraón como en Cuelgamuros lo hizo a aquel que nos momificó.